La
plaga de suicidios socialdemócratas es la guinda insospechada de
algo que debiera ser lo más afortunado: el éxito histórico de la
socialdemocracia, la generalización del modelo del estado del
bienestar en la vieja Europa. El hecho de que este éxito suponga
también el agotamiento y consumación del modelo, alcanzar el límite
de lo que puede dar de sí, debiera darles un crédito histórico
confortable. Pero sucede todo lo contrario. La consumación se vive
como caducidad. Pero no deja de ser lógico si tenemos en cuenta la
clave de la identidad socialdemócrata, aun desgajada del marxismo:
la meta de transformar permanentemente la sociedad en un progreso
ilimitado hacia la igualdad social. Y tan importante como ello la
autoasignación de ser los poseedores morales del empeño
transformador, los detentadores exclusivos del derecho a transformar
la sociedad.
Pero la plaga no es un fenómeno milagroso. Tiene a la vez algo de
avanzadilla y de caricatura de las inclinaciones necrófagas que
emergen desde el fondo de las sociedades del bienestar. Por supuesto
“las bases”, sin dudas ilustradas y moralmente autorizadas, que
perpetran y protagonizan el suicidio de sus partidos creen oficiar su
resurrección, al aclimatarlos a la atmósfera que suponen reina en
la sociedad. En esta fantasía disparatada hay algo de realidad, la
suficiente para hinchar la quimera. El problema es que se
diagnostican los sintomas de lo enfermizo como si fueran sintomas de
salud.
La colisión entre dos campos de energía tan dispares y opuestos, como
el éxito de las sociedades del bienestar y los peligros e incertidumbres en el que se
ven sumidas por la globalización, han producido las perturbaciones
mas contradictorias en el clima ideológico y moral de estas
sociedades. El éxito refuerza la idea de que el progreso hacia el
bienestar y la prosperidad es ilimitado; pero las debilidades y
distorsiones que descubre la globalización generan tanto la sospecha
de la traición interior, como de la perversidad intrínseca del
sistema. Es lo más perturbador, la instalación en la esquizofrenia.
La reclamación de purificación del sistema para devolverle su
impronta humanizadora y socializadora se acompaña de la denuncia de
la inhumanidad intrínseca del sistema, la sociedad del bienestar
como un barniz de la codicia e insensibilidad capitalista. “El
capitalismo mata”.
No
hay que esperar coherencia porque la confusión reclama más
confusión. Las desigualdades, las corrupciones, los desajustes o
recortes, no se perciben como consecuencias de buenas o malas
políticas o de practicas institucionales. Se perciben crecientemente
como signos y símbolos de la decadencia inevitable del sistema, de
su intrínseca degradación moral o bien de su incapacidad para
recuperarse.
Consecuencia
en parte del éxito del modelo socialdemocrata es la coincidencia con
la derecha conservadora y liberal en la defensa del estado del
bienestar, la relativización de las diferencias a cuestiones
secundarias. Pero los peligros han acentuado la necesidad de
diferenciarse. No se ha hecho con la transformación del discurso a
la práctica y la renovación de la forma de entender los ideales y
los principios. Blair o Rocard no llegaron a tocar la fibras más
hondas. Ya a contracorriente Valls se inmoló. Mas bien las élites
han contemplado desde el absentismo intelectual como las ideas,
idearios y proyectos iban a la deriva esperando que la corriente
fuera propicia.
En
todos los partidos europeos hay un reparto interno de papeles, no
escrito por supuesto. Las bases guardan el santuario de las esencias,
las élites dirigentes negocian con la realidad. Fluye a la vez una
corriente de negociación entre estos polos del que depende el
equilibrio interno, pero siempre en función del triunfo y el arraigo
social. Pero en las socialdemocracias se ha producido una quiebra que
tiende a hacer incompatible la negociación con la realidad
(vulgarmente pragmatismo) y la pureza de las esencias. Por supuesto
el desgaste social lleva a tachar de oportunismo al inevitable
pragmatismo e incluso cualquier muestra de pragmatismo y explica la
merma de influencia como consecuencia de la postergación de los
ideales. En una inversión óptica, el mismo triunfo histórico de la
socialdemocracia, “los años felices”, adquiere la dimensión de
un mito, la prueba de que “se puede” seguir por el mismo camino.
El
absentismo intelectual, la incapacidad de renovar el discurso de unos
partidos cuya seña de identidad es liderar la transformación de la
sociedad desde el gobierno, la acción institucional y las reformas,
es en gran parte consecuencia de la euforia de estos años felices.
Aunque la socialdemocracia oficial se distanció del marxismo
original mantuvo vínculos ideológicos, en gran parte ocultos, pero
que activaban los reflejos mentales de los fieles al socialismo.
Vínculos que se han demostrado incompatibles con la realidad y el
progreso de las sociedades modernas.
Son
síntomas de ello la creencia en que a la socialdemocracia le
corresponde el liderazgo moral e intelectual y con ello el derecho en
exclusiva a transformar la sociedad y llevarla por la senda del
progreso (más allá que ingenierismo social, es ingenierismo
histórico social); la creencia en que el progreso es obra
fundamentalmente de la intervención del estado; que a su vez el
signo del progreso es el progreso ilimitado hacia la igualdad social
hasta el completo igualitarismo; que en fin la iniciativa y la
empresa privada es un mal menor pero inevitable que hay que
domesticar.
Lo
que estaba implícito se ha ido tornando explícito con la crisis y
lo que es peor, ha ido degenerando hacia viejas fórmulas que se
descubren como si fueran descubrimientos dignos del Nobel. La
creencia en el liderazgo moral degenera en complejo de superioridad
moral y sobre en el derecho de la izquierda de ejercer de Tribunal en
todas las esferas de la vida pública y hasta privada; el estado
aparece como la única garantía de la prosperidad social; el
progreso ilimitado hacia la igualación social se nutre de la
exigencia de la multiplicación de derechos, convirtiendo cualquier
interés no satisfecho en derecho sin obligación; en fin, la visión
de la iniciativa privada a un contubernio de ricos y poderosos
codiciosos a costa del bien común.
Estas,
digamos que sensaciones, se extienden por doquier más allá de los
límites de la socialdemocracia de toda la vida, alimentan la
emergencia de los populismos que ven en la socialdemocracia un
candado necesario del sistema, pero vuelven hacia las bases
socialdemócratas que como efecto de una resaca se incorporan al
akelarre siniestro de purificar y suprimir el sistema. Las bases y
simpatizantes socialdemócratas llegan a este terreno común de
izquierdas desde su impulso reformista tradicional, los populistas
desde la resurrección de los desechos de las utopías
revolucionaristas. Los primeros ven en el ir juntos de la mano la
oportunidad de recuperar su misión histórica; los segundos de
aprovecharse de los ingenuos. No parece que estos sin apoyarse en los
restos de la socialdemocracia puedan alcanzar fuerza suficiente para
tratar de gobernar. Pero sólo pueden crecer fagocitando a los
reformistas, aunque sea camuflándose de tales, sin que pudiera
resultar de ello ocupar todo el espectro que cubrió históricamente
la socialdemocracia. “Podemos” estar ante la extensión del
populismo a costa de la socialdemocracia o ante una alternativa
higiénica como el denominado “socialliberalismo” incipiente, que
recoja los restos del naufragio y regenere la sensatez social, es
decir a evaluar los males sociales en sus justos términos.
¿Vale
esto tal cual para la socialdemocracia española? Sin duda, pero
explica bien poco de un fenómeno tan inclasificable como el
socialismo “español”. Porque para empezar es el único
socialismo que no se siente obligado con su nación y ni siquiera
sabe a que nación se debe y hasta qué es eso de nación. Por eso le
cuadra más lo de PSOEtereo o Espacial que otra cosa. No estaría de
mas que los historiadores y contadores aclararan esta peculiaridad.
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