En
el “problema territorial” ya hace mucho que hemos tocado fondo y
ahora escarbamos para no poder salir a flote. A nadie se le oculta
que la propuesta con la que se refunda el sanchismo de proclamar a
España como un “Estado plurinacional” busca complacer a sus
bases socialistas nacionalistas de todo color, el baluarte de su
poder, y encontrar un terreno común de gobierno con los podemitas y
separatistas. Como hay que ser siempre constructivos, apreciemos lo
que tiene tal proyecto de positivo. Puede valer, contra el propósito
del ponente, para romper el gran tabú. ¿Por qué si España es una
nación la tratamos como si fuera una “cárcel de pueblos”?
¿Porqué se dice Estado o Constitución cuando se quiere decir
España o nación?
Convencido
de que los vientos de la historia le favorecen, los
pedristas/podemitas ya no ocultan su triste idea de España. Pero al
hacerlo toca debatir. En el PSOE la ambigüedad calculada que ha
ocultado tanto el antagonismo permanente entre quienes creen en la
realidad nacional de España y los que sólo creen en los derechos de
su comunidad, nacionalidad, nación o lo que sea, ya es insostenible.
Pero con el inconveniente de que a la alternativa rotunda
“plurinacionalista” sólo se opone un ambiguo “federalismo”
que soslaya la cuestión de fondo: ¿quién es el sujeto soberano? Y
lo más importante ¿quien tiene derecho moral a serlo?
Es
de temer que el “plurinacionalismo” se aproveche de la candidez e
irresponsabilidad mental de quienes piensan que todo se reduce a “un
juego de palabras”. Desde luego en las filas socialistas abundan a
borbotones, tras decenios de soslayar el
hecho de la identidad nacional española. Y esto por
desgracia puede ser la mentalidad dominante en la izquierda social.
Se
piensa y se dice: “Sólo se trata de naciones “culturales”, la
soberanía es la nación política, que sería la española, como un
todo” “si eso queda claro ¿qué más da llamarse nacionalidad o
nación“cultural” si se quiere?”. Ya advirtió el sabio
Confucio que el caos en el gobierno de las cosas empieza y se consuma
al no respetar el significado de las palabras. Nada más fácil en
las sociedades mediáticas, si quienes tienen poder social lo
ensucian de esa manera.
¿Pues
cabe ignorar que toda nación por el hecho de ser lo tiene derecho a
su soberanía? De establecerse la plurinacionalidad los separatistas
lo tienen bien fácil: “somos una nación cultural, por tanto
nación al fin y al cabo”, “¿Porqué ha de ser sólo“España”
una “nación política”?, ¿quien puede negarnos el derecho a ser
una “nación política” y por tanto a tener “Estado propio”?”
Seamos
bien pensados. Los ponentes socialplurinacionalistas deben creer con
toda buena voluntad que de esta forma se puede desactivar o al menos
encauzar la ristra de referendums de autodeterminación a la vuelta
de la esquina o en ciernes. Pero a lo sumo no pueden ofrecer más que
un compromiso para gobernar con Podemos y a cambio un fórmula legal
de autodeterminación. Como si fuese una victoria emplazar a los
separatistas ante el dilema de arrancar la independencia a las bravas
o acceder por la legalidad.
Todo
quedaría pendiente de si cuenta más el ansia de los separatistas
para consumar su sueño o la prudente confianza que a estos les
inspirase el poder podemitasanchista. Pero dispondrían en cualquier
caso de un un colchón seguro, el que les daría tener el fuero aun
sin el huevo: más importante que la independencia fáctica es tener
“derecho a la independencia”, más importante que los resultados
de un hipotético referéndum es el reconocimiento del “derecho a
decidir”.
Ya
en estas horas bajas tampoco le vendría mal a la sociedad española
en su conjunto que con motivo de esta propuesta reparase en el
fundamento de sus derechos. Por supuesto empezando por la clase
política de origen constitucionalista. Ante el embate separatista
han primado dos respuestas: la táctica del “no pasa nada” y la
estratégica: “el derecho a decidir es inconstitucional”. A
efectos ideológicos esta línea es lo importante y creo que con ello
se ha otorgado a los separatistas la inmensa ventaja de la iniciativa
ideológica. Las razones por las que España es una nación y por
ende un sujeto soberano se desdibujan cuando sólo se acude a que
“así lo dice la Constitución”. Es decir cuando sólo se
defiende el Fuero y se hace abstracción del Huevo. El argumento es
impecable en derecho y moralmente, además parece infranqueable
intelectualmente. Pero en la práctica, cuando la ley se cuestiona,
no basta defender la ley en virtud de su legítima necesidad para que
la convivencia sea posible, sino en virtud de que es justa, sobre
todo cuando es justa y se puede demostrar y explicar.
La
clase política ha pensado, con algún motivo, que eso se da por
supuesto, que la población tiene clara su pertenencia y que plantear
el tema de ese modo significa inquietar a las izquierdas, que no lo
tiene tan claro, y sobre todo meterse en el fregado de algo que es
puramente “sentimental”. Se dice de esta manera : “cualesquiera
que sea el sentimiento de pertenencia de cualquier particular el
hecho es que hay que respetar las leyes que nos hacen iguales”, “lo
importante es convivir juntos nos sintamos españoles o no” .
Cierto,
pero cuando en nombre de una presunta voluntad democrática se hace
cuestión de la ley y la convivencia, es preciso poner encima de la
mesa que esa convivencia y esa ley son posibles en virtud de los
lazos reales existentes fraguados día a día durante muchos siglos.
Estos lazos crean sentimientos colectivos valiosos, no simples
entelequias. La unidad de España no es fruto de una improvisación,
imposición o capricho, pero se da la impresión de que lo es cuando
no se responde a quienes así acusan, como si hubiese una consigna de
silencio y de no dar razones.
Cuanto
menos es mucho más justa la ley que se basa en la unidad de España
y la defiende, que cualquier hipotética ley que amparase su
disolución o su troceamiento en soberanías dispares. Pero la
defensa de tan sencillo postulado se ha demostrado históricamente
molesto, como si hacerlo conculcase el frágil equilibrio político y
civil de una sociedad que sobrevive políticamente desde la
transición en un estado de desconfianza calculada e inquebrantable,
como si esa desconfianza en la otra parte de España fuera el
principal punto de equilibrio.
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