sábado, 4 de febrero de 2017

LA ESCOPETA NACIONALISTA


Creo que la similitud entre la mafia genuina y la mafia institucional catalana no se queda sólo en las prácticas que incluyen la omertá , la complicidad social y el castigo inexorable, que en la mafia genuina es el asesinato sin más y en el caso de la mafia catalana es la muerte civil; también comparten ambos la justificación de que “es nuestro derecho” a la vista de la, según ellos, ilegitimidad del Estado.

En ambos casos la deslegitimación moral del Estado conlleva la desvinculación moral con el Estado y la sociedad y constituye el punto de apoyo para regirse por una “moral” particular hecha a su medida. La mafia genuina italiana justifica esta desvinculación en razón del retraso secular y del sometimiento del Sur, que apenas sería una migaja en la construcción del estado italiano. Como si de acratas apolíticos se tratara los mafiosos se enredan con las costumbres sociales que ellos se encargan de depravar para presentarse como una alternativa honorable al presunto depredador público que es el Estado; una alternativa, eso sí salvaje y prepolítica por tan antipolítica.

Pero el gran cogollo de la burguesía catalana ha sido la gran beneficiaria en lo económico del Estado español desde la modernidad y no por casualidad, sino porque que en gran medida la política y el ordenamiento económico se ha diseñado en virtud de sus necesidades e intereses. Por necesidad y por conveniencia las élites políticas y económicas españolas han coincidido en prestar a Cataluña la condición del motor económico de España. Esto ha podido ser beneficioso o perjudicial, acertado o erróneo, pero no es en este punto relevante. Me parece tal que la burguesía catalana ha tenido tanta preocupación por asegurarse el amparo del Estado y la orientación favorable de la economía y en general de la política, cosa lógica y que todos tratan de hacer, como de marcar la distancia y de guardarse de tener con el Estado la mínima lealtad política, que no ya compromiso. Cosa menos lógica.

Hay que reconocer a las élites nacionalistas catalanas su destreza para preservar como oro en paño este rechazo, hasta el punto de convertirlo en la seña más característica de su identidad y práctica política. Su guión inquebrantable es que se puede negociar y contraer obligaciones con el Estado pero dejando entender que se hace por necesidad e incluso por imposición, nunca por que se quiere. De hacerlo se daría la impresión de que el Estado tiene legitimidad sobre Cataluña.

La “pretensión” de que Cataluña es algo así como una colonia es tan contradictoria con la integración histórica de Cataluña en la sociedad española, me refiero no sólo a la economía sino a las practicas vitales y sociales de todo tipo, lo que se hace evidente con solo consultar los apellidos de la lista de teléfonos o viendo el entusiasmo con el que los ciudadanos celebran la liga y sobre todo la copa, que el nacionalismo sólo puede prosperar produciendo una descomunal tergiversación. Así ha sido y con pleno éxito.

Se ha hecho hincapié en lo más evidente: el adoctrinamiento en el nacionalismo a través de los medios y la escuela, así como en el dominio general de la calle y los espacios y nudos públicos. Pero se ha tenido poco en cuenta el significado político del control de la actividad económica que ha llevado a cabo la Generalitat y en general la crema política nacionalista. Se desvirtúa si se reduce a una mera cuestión de picaresca económica, la picaresca típica que crece en el marco de la colisión entre la administración y los empresarios en las sociedades modernas, dada la inmensa dimensión del Estado y el poder de estar omnipresente en todos los ámbitos cruciales y no tanto de decisión económica.

Las élites nacionalistas hicieron del control de la actividad económica una de las piedras angulares de la “construcción de la nación catalana” tanto por la necesidad de complicar en ello al núcleo fundamental del tejido empresarial, sino para evitar que este se vinculase con “Madrid” más de lo que está. Este vínculo sino moral sí muy práctico siempre ha sido el talón de Aquiles del que el nacionalismo se ha querido curar. Al menos su mayor preocupación una vez que se ha disipado el temor al “cinturón rojo” y otras potenciales distorsiones a la ortodoxia nacionalista. Y no hay mejor medicina que convertir el peregrinaje del Sazatornil de la “Escopeta nacional” en un deambular por los departamentos de la Generalitat.

Desde luego esta actividad revierte en la prosperidad del partido y en general de la clase política nacionalista, pero sería exagerado pensar que ese haya sido el motor de toda la movida. Como lo sería más pensar que los padrinos del cotarro han organizado este inmenso montaje sólo por su interés particular. Seguro que en su fuero interno creen que sus beneficios son una justa recompensa, que si bien según la moral en abstracto resulta repudiable, en las circunstancias excepcionales de la sociedad catalana resulta no sólo disculpable sino incluso admirable. Así puede pensar quien se cree que se ha puesto en peligro en bien de su patria en una labor que requiere estar a cubierto de las incomodidades y azares de la vida diaria.

Pero también en su fuero interno se ha hecho un sacrificio merecedor de recompensa personal, recompensa que no puede ser pública para evitar a los seguidores nacionalistas ser presa de dilemas morales. ¿No es un sacrificio garantizar la estabilidad del Estado y la obediencia de la sociedad catalana como si no sufriese humillación y no estuviese sometida? A diferencia de la mafia genuina las élites mafiosas nacionalistas se han sentido impunes porque de hecho han gozado de impunidad. Y no es difícil atribuir sólo a la debilidad política del Estado y a la habilidad política de los dirigentes nacionalistas; también cuenta que la no injerencia en los asuntos internos de Cataluña, más allá de los límites que arbitre el Estatut y la Constitución, es un asunto tácitamente admitido y desde luego consentido entre Madrid y Barcelona.

De esta forma la actividad mafiosa tiene su justificación implícita ante la ciudadanía catalana, como la tiene ante el Estado. Por necesidades que impone la construcción nacional y los peligros que conlleva en el primer caso; porque la relación con el Estado conlleva el derecho a la no injerencia de este en el segundo.

Hay que reconocer así el mérito de hacer posible este sistema al conseguir convencer tanto a una cantidad de catalanes, no se si mayoritaria pero sí suficiente para abrigar ilusiones, como a una buena parte de la sociedad española y sobre todo de su clase política. Al convencer a los catalanes de que para ser ciudadanos hay que ser primero “buenos catalanes”; a los segundos al convencerlos de que lo de Cataluña es cosa de pasta y que todo lo vamos a arreglar de la misma manera.

Sin duda que viene al caso comparar estos sistemas mafiosos clientelares a gran escala con prácticas de otras partes de España. Es otro tema pero valga lo siguiente. En Andalucía la corrupción se agazapa en la red clientelar que se extiende desde la Junta andaluza. Por suerte y porque por historia sería imposible, ese tejido caciquil anónimo no tiene el significado de comprometer a la sociedad en la independencia, sino en la perpetuación de un regimen social-político endógeno.

En el caso de la financiación de los grandes partidos, ahora es el caso de Barcenas y la Gurgel, antes lo fue….., quienes así operan tratan “simplemente” de sortear la moral común, por las necesidades que imponen la “función social” de los partidos. Y por supuesto con la correspondiente recompensa por el riesgo. En estos y otros casos saben que subvierten aquello que aceptan como legítimo moralmente, el Estado.

Es así el éxito de la operación llevada a cabo por los nacionalistas en la medida que esta ha trascendido de los partidos y ha comprometido a la sociedad lo que explica que la ciudadanía no se haya revuelto indignada y le haya bastado una mano de maquillaje a la manera de Esquerra o de la CUP para seguir convencida de la bondad del lío en que se ve metida. Tal extremo es inconcebible en el caso de los grandes partidos nacionales, una vez que los escándalos se han hecho públicos. Las élites dirigentes de estos no pueden alardear de nada ni reclamarse víctimas de conspiraciones ajenas, porque nadie puede creer que la presunta función social de los partidos vale hasta el punto de poner en peligro la dignidad del Estado y la nación. Sólo pueden disimular, pero sin "derecho a presumir".

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