Reconozco que la conjetura que
sigue suena a disparatada o irónica, pero creo que hay argumentos a
favor de su verosimilitud. Creo que Espinar y los suyos que lo
defienden, (Koletas, Anguita etc,) no se considera, sinceramente,
cínico ni deshonesto, ni menos aun mentiroso. Son cínicos
objetivamente, sin duda y no voy a parar en detalles sobre el caso,
pero no subjetivamente. Me explico. Imagino que piensa que no ha
hecho algo malo, pero no porque lo que han hecho no sea malo, sino
porque lo que hace alguien bueno y honesto no puede ser malo. Y
siendo así, en tanto que vive y actúa para que todos seamos
honestos y justos, no rige para ellos lo que rige para el común.
Estando más allá del bien y del mal, su conducta no puede obedecer
al imperativo categórico kantiano: que la vara de medir tu bondad
pueda servir de medida de la bondad ajena. Más bien conecta con el
mismo principio que el nihilista Raskolnikov (Crimen y Castigo), que
a su vez se tenía por reencarnación de Napoleón: el genio fija sus
normas que sólo valen para él.
Nuestros revolucionarios son
más modestos, no se creen necesariamente genios, sólo voceros de la
historia, fanfarrones de la historia en suma, por lo de tocar
fanfarrias. Pero sirva un matiz. No son revolucionarios por ser
intrínsecamente honestos, sino que son honestos por ser
revolucionarios. Pues en estos ámbitos la honestidad no radica en
otra cosa que en la entrega consecuente al compromiso de transformar
el mundo. De acuerdo con ello ninguna persona es honesta hasta que no
se compromete por el bien del mundo, aunque sea sin levantarse de la
butaca ante el televisor, que también vale como compromiso si se
sigue a los personajes televisivos comprometidos. Puestos a rebuscar
se trata de una versión perversa del principio supremo de la ética
agustiniana, del Santo de Hipona, que decía “ama y haz lo que
quieras”. En este caso: “ponte a transformar el mundo y haz lo
que quieras”.
Se dirá que este joven
revolucionario cometió el pecado del que se le acusa cuando era un
chaval, mucho antes de meterse en el berenjenal político, por lo que
habría que juzgarlo como a la gente normal y no por la medida que,
ahora como revolucionario, aplica el susodicho a los otros políticos.
Así lo postulan el Koletas y Don JulioAnguita, en honor de la
esquizofrenia social. De lo que dicen se sigue que el revolucionario
tiene derecho a maldecir la falta de ejemplaridad de los otros
políticos, pero en tanto que, además de revolucionario, es también
gente y persona particular tiene derecho a cometer los mismos pecados
y licencias que la gente en parecidas circunstancias cometería, en
aras por ejemplo de la amistad o de aprovechar que pasa la fortuna.
De esta forma no es extraño que, desde su perspectiva, no sería
incoherente “escrachear”, es decir arañar, a cualquiera de la
casta si hubiera hecho lo mismo que él mismo se permite, mientras se
considera vergonzoso que a la potencial araña se le censure. Pues,
¡cómo no!, hay una moral consentida para “la gente” y tiene que
haber otra inmisericorde para la “castuza”.
Visto psicológicamente lo
interesante es que quien así procede no cree mentir, ni cree
incurrir en contradicción consigo mismo, pues lo que hace es “justo”
por hacerlo él. Y aunque eso lo hiciera antes de ser revolucionario
también vale para entonces tamaño criterio de “justicia”, pues
el compromiso revolucionario es siempre una virtud retroactiva. Y de
eso por ejemplo mentores tan ilustres como Verstrynge entienden
mucho.
Así, cuando tuvo que
comparecer a dar explicaciones pudo sinceramente sentirse perseguido.
Su ira al “explicarse” obedecía no a sentirse pillado, sino a
que alguien tuviese la osadía de creer que lo habían pillado y de
afearlo en público.
Esta modalidad tan retorcida de
cinismo, que podríamos considerar cinismo subliminal, invita
a reflexionar sobre su relación y diferencia con la mentira
revolucionaria.
Frente a tema tan vasto donde
lo haya, me limito a un apunte. El revolucionario sigue el principio
de que la mentira es revolucionaria para la acción
revolucionaria, mientras que para los asuntos particulares no hay
mentira ni inmoralidad en tanto que lo hecho sea útil y facilite la
vida de quien está entregado a la revolución y sea conforme con una
cierta moral pública relajada a modo de pret a porter (que aunque no
lo sepa vivimos en una cultura en la que la ética de más éxito fue
la “casuística”). En este caso puede permitirse en
privado, sin tomarlo por inmoral, ciertas inmoralidades consentidas
públicamente, con tal de que eso le ayude en su quehacer. Respecto a
ello exige se le trate como un ciudadano consentido y no se haga
abstracción de su condición de ser un faro de la ejemplaridad, por
el que se distingue en su compromiso con la humanidad.
Lo que más me interesa es no
obstante subrayar la intima cooperación entre este cinismo
subliminal y el cainismo doctrinal tan en boga, más allá incluso
del presunto y torpe juego de palabras. Porque esta vocación cínica
de negarse como particular la propia desfachatez y ocultarse tras los
usos habituales consentidos, como si de una variante, entre
aristocrática y plebeya, de la dichosa “banalidad del mal” se
tratara, no funcionaría sino estuviera al servicio de esta visión
cainita de la sociedad española, santo y seña del podemismo. Es
esta superchería la que otorga a secuaces como Espinar el
convencimiento de su superioridad moral, en el caso podemita una
superioridad absoluta e incondicional.
¿Cómo puede uno sentirse
deshonesto en privado y dechado de virtud para lo público y ajeno?
Cualquier psicólogo de manual sabe que la transgresión de la propia
identidad tiene sus límites. Ricardo III ( el de Shakespeare) era
coherente con sus deseos, podía ser un cínico y saberse mentiroso,
porque no quería transformar el mundo sino gozarlo a sus anchas.
Así no tenía que mentir al pueblo por su bien y salvación, sólo
para salvar su afán de servirse del pueblo. Pero uno se atreve a
creer en la sinceridad mesiánica de nuestros revolucionarios
emergentes, aunque sólo sea porque necesitan aplaudirse entre sí en
todo momento. Incluso cabe admitir que están convencidos de buena
fe de que, si hace falta, se tiene que mentir a la gente para
salvarla.. Pero esto sólo es posible si se creen honestos e
intachables en su vida privada, eso sí a priori como decía
Kant. Han de creerse su propia mentira, la de su honestidad
intachable como personas, para que la mentira sea un arma
revolucionaria.
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