sábado, 5 de noviembre de 2016

CINISMO Y CAINISMO


            Reconozco que la conjetura que sigue suena a disparatada o irónica, pero creo que hay argumentos a favor de su verosimilitud. Creo que Espinar y los suyos que lo defienden, (Koletas, Anguita etc,) no se considera, sinceramente, cínico ni deshonesto, ni menos aun mentiroso. Son cínicos objetivamente, sin duda y no voy a parar en detalles sobre el caso, pero no subjetivamente. Me explico. Imagino que piensa que no ha hecho algo malo, pero no porque lo que han hecho no sea malo, sino porque lo que hace alguien bueno y honesto no puede ser malo. Y siendo así, en tanto que vive y actúa para que todos seamos honestos y justos, no rige para ellos lo que rige para el común. Estando más allá del bien y del mal, su conducta no puede obedecer al imperativo categórico kantiano: que la vara de medir tu bondad pueda servir de medida de la bondad ajena. Más bien conecta con el mismo principio que el nihilista Raskolnikov (Crimen y Castigo), que a su vez se tenía por reencarnación de Napoleón: el genio fija sus normas que sólo valen para él.

             Nuestros revolucionarios son más modestos, no se creen necesariamente genios, sólo voceros de la historia, fanfarrones de la historia en suma, por lo de tocar fanfarrias. Pero sirva un matiz. No son revolucionarios por ser intrínsecamente honestos, sino que son honestos por ser revolucionarios. Pues en estos ámbitos la honestidad no radica en otra cosa que en la entrega consecuente al compromiso de transformar el mundo. De acuerdo con ello ninguna persona es honesta hasta que no se compromete por el bien del mundo, aunque sea sin levantarse de la butaca ante el televisor, que también vale como compromiso si se sigue a los personajes televisivos comprometidos. Puestos a rebuscar se trata de una versión perversa del principio supremo de la ética agustiniana, del Santo de Hipona, que decía “ama y haz lo que quieras”. En este caso: “ponte a transformar el mundo y haz lo que quieras”.

             Se dirá que este joven revolucionario cometió el pecado del que se le acusa cuando era un chaval, mucho antes de meterse en el berenjenal político, por lo que habría que juzgarlo como a la gente normal y no por la medida que, ahora como revolucionario, aplica el susodicho a los otros políticos. Así lo postulan el Koletas y Don JulioAnguita, en honor de la esquizofrenia social. De lo que dicen se sigue que el revolucionario tiene derecho a maldecir la falta de ejemplaridad de los otros políticos, pero en tanto que, además de revolucionario, es también gente y persona particular tiene derecho a cometer los mismos pecados y licencias que la gente en parecidas circunstancias cometería, en aras por ejemplo de la amistad o de aprovechar que pasa la fortuna. De esta forma no es extraño que, desde su perspectiva, no sería incoherente “escrachear”, es decir arañar, a cualquiera de la casta si hubiera hecho lo mismo que él mismo se permite, mientras se considera vergonzoso que a la potencial araña se le censure. Pues, ¡cómo no!, hay una moral consentida para “la gente” y tiene que haber otra inmisericorde para la “castuza”.

               Visto psicológicamente lo interesante es que quien así procede no cree mentir, ni cree incurrir en contradicción consigo mismo, pues lo que hace es “justo” por hacerlo él. Y aunque eso lo hiciera antes de ser revolucionario también vale para entonces tamaño criterio de “justicia”, pues el compromiso revolucionario es siempre una virtud retroactiva. Y de eso por ejemplo mentores tan ilustres como Verstrynge entienden mucho.

               Así, cuando tuvo que comparecer a dar explicaciones pudo sinceramente sentirse perseguido. Su ira al “explicarse” obedecía no a sentirse pillado, sino a que alguien tuviese la osadía de creer que lo habían pillado y de afearlo en público.

            Esta modalidad tan retorcida de cinismo, que podríamos considerar cinismo subliminal, invita a reflexionar sobre su relación y diferencia con la mentira revolucionaria.

               Frente a tema tan vasto donde lo haya, me limito a un apunte. El revolucionario sigue el principio de que la mentira es revolucionaria para la acción revolucionaria, mientras que para los asuntos particulares no hay mentira ni inmoralidad en tanto que lo hecho sea útil y facilite la vida de quien está entregado a la revolución y sea conforme con una cierta moral pública relajada a modo de pret a porter (que aunque no lo sepa vivimos en una cultura en la que la ética de más éxito fue la “casuística”). En este caso puede permitirse en privado, sin tomarlo por inmoral, ciertas inmoralidades consentidas públicamente, con tal de que eso le ayude en su quehacer. Respecto a ello exige se le trate como un ciudadano consentido y no se haga abstracción de su condición de ser un faro de la ejemplaridad, por el que se distingue en su compromiso con la humanidad.

                 Lo que más me interesa es no obstante subrayar la intima cooperación entre este cinismo subliminal y el cainismo doctrinal tan en boga, más allá incluso del presunto y torpe juego de palabras. Porque esta vocación cínica de negarse como particular la propia desfachatez y ocultarse tras los usos habituales consentidos, como si de una variante, entre aristocrática y plebeya, de la dichosa “banalidad del mal” se tratara, no funcionaría sino estuviera al servicio de esta visión cainita de la sociedad española, santo y seña del podemismo. Es esta superchería la que otorga a secuaces como Espinar el convencimiento de su superioridad moral, en el caso podemita una superioridad absoluta e incondicional.

                ¿Cómo puede uno sentirse deshonesto en privado y dechado de virtud para lo público y ajeno? Cualquier psicólogo de manual sabe que la transgresión de la propia identidad tiene sus límites. Ricardo III ( el de Shakespeare) era coherente con sus deseos, podía ser un cínico y saberse mentiroso, porque no quería transformar el mundo sino gozarlo a sus anchas. Así no tenía que mentir al pueblo por su bien y salvación, sólo para salvar su afán de servirse del pueblo. Pero uno se atreve a creer en la sinceridad mesiánica de nuestros revolucionarios emergentes, aunque sólo sea porque necesitan aplaudirse entre sí en todo momento. Incluso cabe admitir que están convencidos de buena fe de que, si hace falta, se tiene que mentir a la gente para salvarla.. Pero esto sólo es posible si se creen honestos e intachables en su vida privada, eso sí a priori como decía Kant. Han de creerse su propia mentira, la de su honestidad intachable como personas, para que la mentira sea un arma revolucionaria.

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