El profesor Marina tiene
el mérito de hacer visible la gravedad del problema de la educación
y la necesidad de afrontarlo de verdad, pero me temo que se equivoca
en el diagnóstico, al pensar que la causa es la escasa competencia
del profesorado y la endeblez de los métodos pedagógicos o de la
administración de los centros.
Cierto que no existe una
adecuada formación de la capacitación pedagógica, que los sistemas
de selección del profesorado son muy deficientes, que lo mismo para
la actualización didáctica, o la carrera y la motivación
profesional. Hay mucho que corregir y mejorar, pero nos equivocamos
si creemos que esto ocurre en una medida muy diferente a otras
profesiones, cada una con sus singularidades.
Cierto que el trabajo de
la enseñanza es muy delicado y requiere algo de arte, además de
buena artesanía y profesionalización, pero en ningún otro trabajo
la eficacia del mismo está tan inmensamente comprometida por las
“condiciones ambientales”, las instituciones y la actitud de la
sociedad. Por encima de cualquier otro, este trabajo requiere
sobremanera que las circunstancias sean propicias.
Este es a mi modo de ver
la madre del problema. En nuestro caso la labor docente se realiza en
una tierra baldía o bastante yerma y esto se sigue, a lo que parece,
sin afrontar, y lo que es peor sin percibir.
Es la tierra yerma de una
educación devaluada, porque por sistema está regalada.
No para de decirse que
hay entre un veinte y un treinta por ciento de abandono escolar antes
del bachillerato. Pero esto es la punta del iceberg. El nivel medio,
se rebaja para que sea fácil llegar a la nota y aún así buena
parte de los que aprueban no alcanzan ese nivel ya rebajado.
Únicamente, y hablando en general, no pasan las calamidades, pero
estos si tienen constancia acaban pasando, sin dejar de ser una
calamidad.
Los profesores pueden
tener la culpa o su parte de culpa, pero los padres y la
administración, sea la que sea, ejercen una presión, que puede ser
decisiva, a quienes suspenden “más de la cuenta”. Es una presión que aunque no se ejerza caso por caso planea incansablemente. En todo caso se
sabe que el problema no es ser licenciosos con el aprobado, sino
rigurosos. Claro, unos enseñan mejor otros peor, pero ya se toma por
obvio que a muchos suspensos mal profesor, lo que no está tan claro.
El pueblo español apenas
está empezando a rectificar la errónea creencia de que los títulos
superiores habilitan de por sí para el futuro profesional y que los
medios son índice de una menor valía y competencia personal. La
devaluación de la formación profesional, hasta convertirla en una
especie de reserva para los desesperados, se acompaña de la
correspondiente devaluación de las enseñanzas medias y de la
Universidad. Todavía muchos sociólogos y expertos psicopedagogos
consideran meritorio que la mayoría de la población tenga estudios
superiores, como si fuera sinónimo de preparación y de oportunidades. Así como de la misma forma se da a entender que la
enseñanza profesional o de grado intermedio no es tan
valiosa.
Pero en el mundo que estamos lo que cuenta es la calidad de
la formación y el equilibrio entre ésta y la potencialidad del
sistema productivo. Cierto que nuestro sistema productivo, poblado de
pequeñas empresas de escasa cualificación, favorece poco una sana
conexión con el sistema educativo, como por ejemplo ocurre en
Alemania, pero aun así se pueden construir puentes entre ambos.
También hemos renunciado
a acreditar la enseñanza media, convirtiéndola casi en un mero
trámite para la Universidad. Aun así, lo único fiable de nuestro
sistema educativo es la selectividad, no porque esta sea
especialmente rigurosa y acertada, sino porque su simple existencia
ya obliga a que el curso de acceso funcione en alguna medida,
rompiendo la inercia acomodaticia de todos los cursos anteriores.
Es un gran error por ello
fiar la mejora de la enseñanza a la habilidad y competencia personal
de cada profesor en su clase, pues la labor de éste está sometida a
la presión, invisible pero bien efectiva, que sufren las paredes del
aula. Los jóvenes no van a apreciar la cultura y la preparación, en
general por el esfuerzo que haga el profesor, esto sólo llega a unos
pocos, a no ser que el profesor sea un mago, sino por los incentivos
externos. Si estos no son poderosos el joven se acomoda y el profesor
se acomoda a esa comodidad. Un incentivo elemental es que la
educación tenga valor, que la preparación, sea para la vida o para
la cultura, sea de verdad y no un simulacro con el mismo valor que un billete de lotería.
Además de este ninguneo
a la formación profesional y la banalización de la enseñanza
media, la señal más evidente de cuan profundos son los errores que
atenazan a la sociedad y por ende a la clase política e incluso a la
intelectualidad es el pavor que despierta la mención de la reválida.
Igual que la palabra selectividad es uno de los tabús más
aborrecidos del imaginario social.
Seguramente porque se
tiene por un peligro para el logro de lo único que se pretende, un
título de prestigio. O porque a esto se añade la mentalidad
igualitarista que nos paraliza, especialmente a los presuntos
beneficiados que son los más desfavorecidos. Estos son lo que primero perciben lo devaluada que está la educación y que esta "no sirve para nada", razón por la cual no encuentran por ahí ninguna vía de
mejora, ni motivo para esforzarse y abandonan por su cuenta a la primera oportunidad.
Pero dejando al lado las
causas es obvio que sin reválida, sin un control con pruebas que
organice o regule el Estado, no hay garantía alguna de que las notas
sean reales y de que todos los estudiantes estén medidos por el
mismo rasero y accedan al nivel superior con la formación que
necesitan. Y es evidente que sin ello tampoco hay modo de empezar a
medir el rendimiento del profesorado, ni este puede contar con una
referencia mínimamente objetiva de su labor.
Me sorprende que, yo
sepa, nada de esto le parezca problema al Sr. Marina y que cuando se
proponga el pacto de estado como gran solución nadie se atreva hacer
ver a la sociedad que si la educación no vale los títulos valdrán
todavía menos.
Dicho lo cual, respetando
siempre la gran complejidad del problema de la educación y la
autoridad que a este respecto se merece el Sr. Marina. El simple
hecho de conseguir que la problemática educativa no sea sinónimo de
las clases de Religión, las inversiones y los medios, o el cheque
escolar ya sería un gran avance.
Por supuesto la
“dimensión territorial” y la enseñanza de la historia común es
otro problema de grueso calibre, pero también es bueno no mezclarlo
con lo anterior.
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