El
fútbol, al menos por estos lares, parece predestinado a galvanizar las
inclinaciones diabólicas que en la vida cotidiana vagan sin
encontrar hogar cómodo y seguro. Los hinchas más fanáticos, que forman una
especie de lobby popular y que en algunos casos encandilan a presidentes
bananeros, suelen demostrar una destreza especial para dar con los insultos y
recriminaciones más dañosos contra los jugadores y miembros en general del
equipo oponente. En realidad esta “virtud” es propia de las masas en movimiento,
sobre todo cuando reivindican y protestan con el odio a flor de piel.
Recientemente los bomberos de Barcelona increparon al honorable señor Mas al
grito de “español, español” o entonando el “Viva España”, no se sabe si para picarlo
o para congraciarse con él, porque seguramente el President estaría muy agradecido
al comprobar que tales calificativos son moneda corriente como desprecios y no
como agasajos. En el caso de los hinchas del futbol, el platanazo a Alves o las
monerías con que los seguidores atléticos obsequiaban a Diob expresan esa
capacidad y disposición diabólica tanto o más que el sentimiento racista del
que hacen uso y ponen en movimiento. Recuerdo de un tiempo inmemorial como el
ejemplar público bilbaíno tronaba como un volcán “Indio, Indio”
increpando a Ruben Cano, o como ahora los ultras del Valencia se dirigían a
Diego Costa de la forma más amenazante que podían tildándole de “extranjero”.
Hemos de convenir que seguramente muchos o algunos de quienes se dejan llevar
por tales instintos serán de vuelta a la vida “normal” ciudadanos respetables y
pensarán que se han permitido alguna licencia inofensiva. Seguramente no son
racistas de convicción o de militancia y el asunto en su vida le importa un
bledo, incluso se sentirán ciudadanos tolerantes. Pero saben que eso duele
especialmente si no es lo que más duele, y en el futbol como en la guerra, todo
tiene que estar permitido. Es un caso particular y digno de atención de la
banalidad del mal, idea en parte afortunada y exitosa de Hana Arendt. Aquí se
es irresponsable no por burócrata que cumple órdenes, sino por festero. El
fanático dominguero pega en lo que más duele como si no fuera con él, pero en
el fondo no es indiferente a lo que hace y dice para debilitar la moral de su
adversario. Sino hace profesión de racismo en su vida particular, porque
seguramente el asunto no le resulta relevante, muestra su disposición a hacerlo
si hiciera falta, es decir si coincidiera con su rebaño para algún fin en este
punto. Basta que el racismo le ayude a formar parte de un rebaño, de su rebaño
intimo si prefiere, para que tenga a gala ser racista. Las habilidades
diabólicas son en principio parte de un juego y muchos se las consienten como
si se tratase de una gracia entre amigotes. Pero atreverse a ponerlas en
práctica indica que se está dispuesto a mucho más de lo que quien lo hace
pudiera imaginar. El espíritu del hombre masa tiene mucho de diabólico porque
hay que reconocer que la destreza de detectar lo que más puede dañar al prójimo
es de las más asequibles a la inteligencia humana. Porque al fin ya al cabo la
masa sólo puede estar unida en torno a lo más simple. Nada une más que el odio
al prójimo y por desgracia nada parece estimular más a la “inteligencia
emocional”. Basta tener el propósito de dañar, sin necesidad de hacer un
aprendizaje especial. Que resulte más fácil encontrar lo que daña que lo que
puede ennoblecer tiene algo de misterioso, pero puede deberse a la
vulnerabilidad y debilidad que todos sentimos en nuestras carnes y que sabemos
que compartimos con nuestros semejantes.
El
futbol y otros espectáculos y eventos públicos son una buena ocasión para
adquirir la posición de hombre masa y obrar en consecuencia. Eso sustituye la
pasión y la cólera que en la vida cotidiana nos empuja a tener reacciones
diabólicas. Tal vez algún aristotélico benevolente piense que el futbol,
como la tragedia, tiene propiedades catárticas, pero puede más bien anticipar
lo que aparece en las peores pesadillas. Llama la atención el comportamiento
divertido y más bien festivo, sin dejar de ser apasionado, del público de los
partidos de Baloncesto de la NBA. Estos también quieren ser parte del
espectáculo mediático, pero mientras en Europa o en la América Latina se
participa como multitud, allá todos tratan de hacerlo individualmente dejando
su impronta personal, como trata de hacer un internauta en la red o cualquiera
en una fiesta de disfraces. Son formas de tomarse el juego que pueden no ser
casuales. Al hacerlo personalmente se busca el ingenio simpático, como masa se
enaltece la zafiedad. Allí la competición es la vida, y el juego es un descanso
de la vida, igual que en parte lo es la vida familiar, por eso se suele asistir
al espectáculo en familia; aquí en Europa el juego se toma como si fuera la
verdadera competición. Nos resistimos a tomar la vida como una competición y
eso tiene su parte positiva. Pero por contra eso incentiva que nos tomemos el
juego como si nos fuera la vida.
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