Azcuna representa el tipo de
nacionalista para el que estaba trazada la Constitución. Se necesitaba una
carambola de lo más afortunada y fantástica para que este sueño fuera real.
Como era lógico todo ha ido por los cauces previsibles, es decir de la peor
manera posible. El edificio del Estado de las autonomías es como el diseño de
una mesa encargada de soportar el suelo sobre el que debe descansar. El título que
deja abierta las competencias de las autonomías y el Estado junto con el “café
para todos” se han mostrado una mezcla indigerible que ha encabronado a los
nacionalistas y ha despistado cuanto menos al resto de la nación. Se dispuso de
algo tan abierto para integrar, pero se ha demostrado un mero expediente para
salir del paso. Con toda su candidez las fuerzas constitucionalistas contaban
con la lealtad de los nacionalistas porque eran demócratas. Pero sobre todo
pesaba en la izquierda dos ideas nefastas: que el nacionalismo sólo era una
reacción legítima al centralismo opresor; que la burguesía nacionalista no era
más que una derecha camuflada guiada por el exclusivo interés económico. Nos encontramos ahora con que la
vocación separatista de los denominados nacionalismos democráticos ha emergido
como los ojos del Guadiana, sorprendiendo a todos que lo que estaba tan a la
vista fuera aparentemente tan subterráneo. Pero dejemos que el agua corra. La
verdadera sorpresa se la han debido llevar tantos nacionalistas al darse cuenta de lo fácil que ha sido y está
siendo todo, tanto que quizás tengan que tragarse lo que puede estar
contaminado.
En este contexto la figura de Azcuna es algo desconcertante por lo que
tiene de normal. Comparada con la gran política, la alcaldía de las grandes
ciudades promete ser algo grato y reconfortante. Permite dedicarse a la gestión
a cubierto de las grandes diatribas ideológicas de la lucha política cotidiana
y también demostrar honestidad, rigor y generosidad sobre todo si el alcalde
tiene esas virtudes. Los partidos la
tienen por un escaparate de lo buenos que pueden ser y los alcaldes pueden
hacer de ella una plataforma para la gran política o un reducto para satisfacer
su interés de servicio público. Azcuna a lo que parece ha sido impecable y
hasta excelente. Detalles al margen, Bilbao es de verdad una cosa grande de su mano.
Seguramente los bilbaínos y los nacionalistas presumirán por igual de él con un
orgullo que no es simétrico. ¿Pero qué significa dentro del nacionalismo
vasco?. Sus posiciones han sido muy constitucionales y respetuosas con toda
España, parece que se ha sentido tan cómodo en el País Vasco como en (el resto
de) España. Seguramente está en la línea de lo que representó Ardanza ahora ya
caducado. Pero su influencia es ajena a la alta política, no ha ido más allá de
la alcaldía y de la impronta que deje su obra. En los tiempos de espera que
estamos, a la espera de lo que pase en Cataluña, sólo el tiempo desvelará la
duda: ¿Indica la existencia de un sector nacionalista dispuesto a ser
respetuoso con la Constitución y hostil al contagio etarrista?, ¿es más bien
una personalidad que ha hecho y le han dejado hacer porque también al
nacionalismo le conviene la apariencia de eficacia y normalidad?. En todo caso igual que el discurso dominante
nacionalista al calar entre las masas obliga a los dirigentes, también la
huella del buen hacer puede estimular a los ciudadanos a reclamar políticas de
hechos, o por lo menos a distinguir entre los hechos y los mitos.
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