La
soledad política e institucional de A. Suárez se completó con la soledad
social. La puntilla fue la feroz campaña televisiva protagonizada por I.
Gabilondo con la anuencia del por entonces director general de TV. F. Castedo.
Cada telediario cumplía visita a lo más infernal de la geografía del paro. Todo
desconcertaba y sublevaba por lo intenso y novedoso. Las quejas y denuncias de
las víctimas llenaban la pantalla y apuntaban con el dedo a la presunta
impasibilidad del presidente del gobierno, mientras este se consumía en la
impotencia. Como suele ocurrir, el mago de la imagen mediática acabó
vilipendiado por el medio al que modernizó. Cuando se asentó el bipartidismo
las televisiones volvieron a guardar las formas, cada uno con los suyos. Hasta
que ha coincidido la crisis y el gobierno de Rajoy. Ahora las cadenas
generalistas privadas rivalizan en mostrar las consecuencias humanas de la
crisis en un carrusel incesante de rostros angustiados y angustiosos que
sienten ver privados su dignidad y su subsistencia. Pero ya no es tan claro
quien puede ser el receptor de esas quejas y de la solución de las mismas. Se da por su puesto la depravación o
ineficacia del gobierno pero eso ya no es suficiente, si alguien sabe qué hacer
se lo calla. Sólo subyace el mensaje subliminal de que la sociedad se divide
entre los sensibles y los insensibles, entre los solidarios y los conformistas,
los indignados y los complacientes. Se hace así
acopio de fuerzas aunque estas no vengan avaladas de alternativas. La
impotencia de Suárez obedecía tanto al rigor de la crisis como al
agotamiento de su modelo político. Y
como no, a la explosión incontrolable del odio larvado que despertó. Hoy prima
la sensación de impotencia colectiva, caldo de cultivo excelente para que cada
uno experimente la soledad política a su manera y para que algunos hagan de la
exhibición de la violencia y del aura de
la impunidad su modelo alternativo.
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