Cuando llegó el ocaso político de A.
Suarez se encontró en las mismas que Prim antes de que lo asesinaran. Si se
pregunta ¿Quién asesinó a Prim? sólo cabe una respuesta: ¿Quién no quería
asesinarlo?. ¿Quién no quería echar a Suarez? Luego, una vez caducado políticamente,
su respetable imagen y legado empezó a emerger como un corcho hasta convertirse
con toda justicia en el mito y la honra de la democracia. El paso de la
política que hace historia a la sordidez de la política cotidiana tiene esta
gracia. Bien lo supo Churchill después de ganar la Guerra mundial. Sólo Suarez,
el Rey y Carrillo fueron los verdaderos artífices de esta simbiosis entre
llegada de la democracia y reconciliación entre los españoles que significó la
transición. A la izquierda de entonces, que era una amalgama del PCE y de todo
tipo de extrema izquierda, nos resultaba inconcebible la reforma interior del régimen.
Sólo Carrillo tenía clara la idea de la reconciliación nacional y su gran mérito
histórico fue darse cuenta que la reconciliación y la democracia iban unidas.
Pero también tuvo el merito de atisbar que era posible alcanzar la democracia
colaborando con la auto demolición del régimen y que esto era lo mejor para
España. Que Suarez llegara a darse cuenta de la necesidad de colaborar con
Carrillo no fue resultado de un proyecto previo, sino del reconocimiento de una
evidencia a la que estaba de antemano abierto. Es dudoso que en el comienzo de
su mandato el rey y Suarez tuvieran claro el poder de las fuerzas que estaban
en liza, y sobre todo la respuesta y actitud del pueblo. Pero creo que Suarez
confiaba sobre manera en que el pueblo le seguiría si lo dirigía hacia la democracia. Esa
voluntad e intuición le permitió cruzar el abismo de la legalización del PCE y transformar
este obstáculo en el resorte del cambio.
Se ha podido comprobar que la sinceridad de la reconciliación y la salud
moral de la democracia española son indisociables. Pero la reconciliación no
debió quedarse en la certificación de la buena voluntad sino en un proyecto que englobase a las
generaciones futuras. Las heridas son muy profundas y de difícil cicatrización.
Los cimientos de la reconciliación tenían grietas importantes. Por una parte se
asumió más por necesidad y conveniencia que por convicción. Por eso siempre
sobrevuela la desconfianza en la intención democrática de los unos o en el
patriotismo de los otros. Por otra parte se asoció con el olvido y no, como
debiera haber sido, con el recuerdo y el perdón. Es lógico que la sociedad como
organismo colectivo olvide sus traumas para seguir viva. Es lo que ocurrió
durante el franquismo al margen de la retórica
oficial. Pero un proyecto histórico como la democracia requiere un mínimo
reconocimiento de las culpas mutuas que han llevado a la situación que se trata
de remediar. Y como consecuencia de mutuo perdón. El reconocimiento del
cainismo y de sus causas como trasfondo de la guerra civil debiera ser el
nervio vital del proyecto de la
transición. ¿Hubiera sido acaso posible la transición si todos los concurrentes
no hubieran tenido una cierta conciencia de que las culpas pasadas comprometían
a todos de una manera u otra?, ¿de que había un problema colectivo además de la
responsabilidad propia de cada parte?.
Es curioso que ahora se apele a la memoria histórica como si fuera
contradictoria con el sentido de la transición. Esta se basa en el recuerdo de
lo que hay que desterrar, pero muchos creen que suponía el olvido de lo que hay
que resucitar. Si no se tiene esto en cuenta es difícil comprender por qué la
democracia española sufre de un déficit moral de difícil arreglo. Este no
consiste en la ausencia de los valores comunes que la hacen viable, sino de que
una parte de la sociedad no reconoce a la otra parte sinceridad en la defensa
de esos valores comunes. Parece que dejado todo a la inercia a la que lleva la
ausencia de políticos de mérito las grietas se agrandan hasta el punto que
muchos ven la reconciliación como un acto de traición o un trágala. Ahora es
momento de reflexionar sobre esto.
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