Seguramente si Plutarco estuviera presente no prestaría un minuto de
atención a estas personalidades, pero quienes compartimos tanta grisura nos
podemos permitir alguna licencia. Ambos son rara
avis en el panorama de la clase política, porque se creen más destinados al
juicio de la posteridad que a acometer los cambalaches diarios. Pero esto no
quita para que su carrera política, que por tal hay que considerar tanto las
aventuras judiciales de uno como los enredos de gestor local del otro, sea un
fascinante cambalache.
Ambos comparten parecido destino. A su pesar, o por
voluntad buscada, el rumbo de su carrera está marcado por la necesidad de
reparar la transgresión original en el que ambos incurrieron contra los suyos.
El juez y el gestor comparten así una carrera contra el reloj para lavar su
culpa, carrera que les acompañará mientras dure su vida política. En el caso
del juez la culpa de destapar los desafueros de la cúpula socialista gobernante
en la lucha antiterrorista. El gestor, dejarse querer por la izquierda
ilustrada como paladín de la renovación progresista de la derecha. El primero
precipitó así el acceso de Aznar, el segundo dio pábulo a la causa general
contra el reaccionarismo del PP. A partir de este punto común que marca toda
su peripecia, las circunstancias los separan. El juez ha encontrado en la
inesperada emergencia de la izquierda radical y los indignados el eco favorable
para que su redención se vaya consumando. Para estos, igual que el contubernio
de la cúpula felipista apenas nada significa, no
tiene sentido pedir cuentas a quién los puso en un brete. Sólo los habitantes
de una izquierda que parece fosilizada a los ojos de sus más jóvenes compañeros
le guardan rencor y desprecio. Quizás más
que por descubrirlos por convertirlos en mercancía de su ambición. No es fácil
saber si las actual grandes ínfulas ultraradicales del Juez son el reencuentro con las
convicciones profundas que le arrastraron, a su pesar, al pecado contra los suyos o el
convencimiento posterior de quien por encima de todo tiene que redimirse.El asunto es más peliagudo de entender para el caso de Gallardón. A éste el destino parece haberle hecho una mala pasada. Su entrada en el Gobierno fue el premio a tantos afanes y meritos, entre los que sin duda contabiliza su condición de “enfant terrible". Pero si para Garzón la irrupción en la política oficial tiene algún tinte de alborada abierta a grandes empresas, en el caso de Gallardón es claramente un empezar a desaparecer en el Ocaso. En esta tesitura parece haber tomado su premio de consolación como la oportunidad de retornar a su verdadero hogar haciéndose valer ante los suyos. Pero estos está instalados en el poder y gran parte comulga con la mentalidad que en su hora algida Gallardón representó. Sin reparar en ello ha querido prestar un gran servicio y ha metido a los suyos en un inmenso lío. Es una incógnita indescifrable lo que ha agenciado y podido pasar por la cabeza de su Jefe, pero ese es otro asunto que aquí no cabe. El caso es que el ex Alcalde ha metido la pata allí donde la ha metido siempre: sobreestimando o mejor fantaseando sus fuerzas reales. Hasta ahora podía pensar lo mismo que Zapatero: si estoy ungido por la fortuna ¿para qué aprender a contar?. Gallardón ya sólo puede preparar su retirada con dignidad y hacer algo que tanto le puede engrandecer al menos entre los suyos, ayudar a sacar el carro del atolladero en el que lo ha metido. Garzón aún puede aspirar a ser tan grande y glorioso como cree ser merecedor, pero el acceso al liderazgo político efectivo es otro cantar. Los políticos de aparato no dejan su puesto fácilmente a un advenedizo que no se conforma con hacer de florero. Es una posible disputa de familia que puede amargar la estima de quien no se siente nacido para pequeñeces. Habrá que ver si se conforma con la estupenda figura de referente moral en que lo han situado las circunstancias. Muchos para sí lo quisieran.
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