El libro de J. Leguina ,"Zapatero, el gran organizador de derrotas:historia de un despropósito", parece tan interesante por lo que cuenta como por lo
que sugiere: el inmenso alejamiento
mental entre lo que el autor representa o ha representado y la
generación que está al cargo de las riendas de su partido y en general de la
izquierda. Esta distancia es notoria en la sociedad española pero se concentra
especialmente en los socialistas. Arcadi Espada preguntaba medio irónicamente a
Leguina en una tertulia que por qué siendo tan juiciosas sus opiniones han tenido
tan poco seguimiento en las filas socialistas. La verdad es que el inevitable
relevo generacional presenta algunas connotaciones de foso mental. Mucho tiene
que ver con el “nuevo mundo cultural” que parecen inaugurar las “jóvenes
generaciones”, pero hay también un plano político con vida propia que afecta
especialmente a la izquierda. La paradoja es que la nueva hornada apenas trae
alguna idea nueva, más bien descubre lo que antes sólo se sugería o enfatiza
ideas que antes pasaban de soslayo o como latiguillos retóricos.
Veamos. Cuando Zapatero ascendió de carambola cualquiera pensaba en un
simple relevo de la cúpula dirigente, sin que la ausencia de proyecto político
identificable pudiera significar otra cosa que la necesidad de emprender una
obligación rutinaria. Todo lo más, tendría que definirse entre lo que pudiera
significar Almunia o Borrell, más de lo mismo con algún retoque. Hasta que no
salió a luz, cuando tomó posesión del
gobierno, nadie sospechaba, ni siquiera el mismo Zapatero, que portase
dentro un inmenso bicho. Lo cierto es que el nuevo presidente emergió en parte
como representante, en parte como avanzadilla, de unas corrientes sociales
ideológicamente escurridizas y despreocupadas pero emocionalmente tenaces y
hasta contumaces. Cualidades de las que Zapatero es consumado depositario. Pero
el bicho se tuvo que gestar paulatina y silenciosamente en la panza del
socialismo oficial, tan silenciosamente que ni siquiera sus mismos progenitores
repararon en ello. Lo notable del recién nacido es que su indefinición ideológica
no es tanto una carencia, más o menos transitoria, como una propiedad definitoria bastante
definitiva.
Me explico. Su mentalidad prototípica aunque muy variable difusa y proteica
tiene dos cimientos bien profundos: el cainismo y el buenismo. El primero
representa la herencia con la que se siente más a gusto, el segundo su presunta
aportación al correr de los tiempos. Aclarar esto requiere hacer algunas
puntualizaciones. Dentro de la izquierda especialmente, lo mismo que en la
sociedad española en general, apenas ha habido una transmisión de ideas y
valores de generación a generación que merezca tal nombre en los últimos
ochenta años. Tratar esto nos llevaría muy lejos, pero en lo que aquí respecta
baste algún detalle. El felipismo dominante obvió los asuntos que podían y
tenían que unir a todos los españoles y trató de compaginar la unidad en torno
a la constitución y la reconciliación propias del proyecto de la transición con
un difuso discurso de modernización y europeización. Este pragmatismo fue la
nueva seña de identidad del socialismo, con la particularidad de que se
atribuyó el derecho a monopolizar el discurso de la democracia. No olvidemos
que el predominio apabullante de la izquierda sobre la opinión pública tenía
que conducir a que los valores democráticos comunes fueran indistinguibles de
los valores propios de la izquierda.
El renacimiento del cainismo tiene que ver con todo esto. Hay que reconocer que el felipismo e incluso parte del comunismo contribuyó a que el cainismo quedase congelado desde la transición hasta el ocaso de Aznar. Congelado pero no extirpado. A su latencia contribuyeron en parte la retórica y en parte hechos políticos decisivos cuyo alcance sólo se pudo apreciar con el tiempo. En lo retórico la sombra de sospecha que arrastraba la derecha de ser herederos del franquismo, que los socialistas y nacionalistas no dudaron en rentabilizar. En la política practica el abismo entre la izquierda y la derecha cobró forma con motivo del escándalo de los GAL. El Felipismo y el Guerrismo nunca perdonaron la censura aparentemente ofendida de la derecha, que interpretaron, no sin razón, como una venganza oportunista para descabalgarlos. En contra de lo que cabría esperar los socialistas se reafirmaron en torno a la idea, un tanto dormida hasta el momento, de que la derecha carecía de legitimidad moral democrática, aunque tuviera derecho legal a existir. Los jóvenes iniciaron su andadura en la política de izquierdas con esta idea grabada a fuego. El pánico que pudo invadir las filas socialistas durante el aznarismo, pánico multiplicado por las dudas sobre el discurso conveniente, movieron tanto a la zozobra como a deseos incógnitos de venganza que debieron taladrar la mente de los más bisoños. El episodio de la guerra de Irak empezó a aglutinar la nueva mentalidad hasta su definitiva eclosión.
El renacimiento del cainismo tiene que ver con todo esto. Hay que reconocer que el felipismo e incluso parte del comunismo contribuyó a que el cainismo quedase congelado desde la transición hasta el ocaso de Aznar. Congelado pero no extirpado. A su latencia contribuyeron en parte la retórica y en parte hechos políticos decisivos cuyo alcance sólo se pudo apreciar con el tiempo. En lo retórico la sombra de sospecha que arrastraba la derecha de ser herederos del franquismo, que los socialistas y nacionalistas no dudaron en rentabilizar. En la política practica el abismo entre la izquierda y la derecha cobró forma con motivo del escándalo de los GAL. El Felipismo y el Guerrismo nunca perdonaron la censura aparentemente ofendida de la derecha, que interpretaron, no sin razón, como una venganza oportunista para descabalgarlos. En contra de lo que cabría esperar los socialistas se reafirmaron en torno a la idea, un tanto dormida hasta el momento, de que la derecha carecía de legitimidad moral democrática, aunque tuviera derecho legal a existir. Los jóvenes iniciaron su andadura en la política de izquierdas con esta idea grabada a fuego. El pánico que pudo invadir las filas socialistas durante el aznarismo, pánico multiplicado por las dudas sobre el discurso conveniente, movieron tanto a la zozobra como a deseos incógnitos de venganza que debieron taladrar la mente de los más bisoños. El episodio de la guerra de Irak empezó a aglutinar la nueva mentalidad hasta su definitiva eclosión.
Pero la verdadera novedad es el buenismo. Valgan unos someros apuntes. No
se trata de ideas nuevas sino de una nueva forma de aquilatar las antiguas. Más
que una ideología es una atmósfera mental volátil pero prácticamente
inextirpable, una atmósfera que resulta casi imposible no respirar. Todo gira
en torna a la idea de que un programa de valores, de buenos sentimientos y de
buenas intenciones es de por sí un programa de acción política. El buenista da
por supuesto que tiene la exclusiva de los buenos sentimientos, de la compasión
por los sufrimientos de los más débiles y la sensibilidad por los problemas
reales de la gente. Cree que la sociedad está dividida entre los muchos que
sufren y los pocos que se aprovechan. Cree que la política está dividida entre
los que sienten el sufrimiento de los desfavorecidos y quienes lo ocultan. La
política no es cuestión de ideas, proyectos o de saber práctico sino de buenas
o malas intenciones. Se da por supuesto que la gente es buena y el sistema
malo, corrupto y corruptor. Toda la parte mala de la sociedad es sistema y la
parte buena la gente de la que el sistema se aprovecha. Al llegar al gobierno
el buenista cree en los poderes taumatúrgicos de las leyes si están hechas con
buena intención. Esto por otra parte es muy hispano: si la ley es buena, cambia
la realidad por sí misma, no importa que no sea realista o que no se dispongan o
se pongan en marcha los medios para cumplirla. La ley de Justicia Universal es
el colmo de este quijotismo tan buenista. Aunque hay que decir en honor de don
Quijote que se lanzó al mundo para hacer valer la justicia con su propio brazo.
Pero lo decisivo es que el buenista no se siente obligado ante sí ni ante los
demás a justificar y prever las consecuencias prácticas de una determinada política
si esta se desprende de las buenas intenciones. Se supone que con este amparo
las consecuencias han de ser beneficiosas para todos y si no lo son no es culpa
de lo que se ha dispuesto.
El buenismo es una vuelta de tuerca del idealismo. Y más allá de este, se
acerca a un utopismo de baja intensidad. A diferencia del idealismo la meta no
es transformar la realidad en un determinado sentido, pues la acción política
no se soporta en proyecto alguno por muy ilusorio que pudiera ser. El buenista
se rige por lo que siente y el sentimiento y la emoción depende del momento.
Por ello puede admitir también el pragmatismo, si esto no provoca malos
sentimientos. Botón de muestra el gobierno de Zapatero. Abundaron en el período
de Zapatero todo tipo de leyes benéficas pero irreales. De la misma forma que tomó
carta de naturaleza el pragmatismo más extremo en todo lo que convenía y para
lo que no se tenía proyecto global. Antes de que accedieran al gobierno me
llamaba la atención la denuncia que los socialistas hacían del rumbo de la
economía, cuando todo parecía discurrir por un jardín versallesco. Reclamaban
atender a la economía productiva y desinflar la burbuja de la construcción. Era
algo digno de considerar, pero al llegar al gobierno se olvidaron las
advertencias y se hicieron partícipes de lo que denunciaban. La política
práctica se transformó en una mezcla arbitraria de ocurrencias, gestos para la galería y grandes
irresponsabilidades, con algunos toques de humanidad. La peculiar personalidad
de Zapatero tiene mucho que ver, pero cuadra con la impulsividad llena de
arrebatos momentáneos típica de la mentalidad social buenista.
En su derivado más extremista el buenismo se emparenta con la mentalidad “antisistema”.
Se ve la realidad como un todo monolítico y macizo, un sistema contra el que se
está o del que se participa. Se debate la alternativa que nadie conoce y el
eterno debatir como única alternativa. Se coincide en este punto con los más
venerables utopistas que alimentaron los orígenes de los movimientos sociales:
la tierra sólo puede estar en el cielo o en el infierno, pero nunca en la
tierra. La diferencia es que el buenismo quiere permanecer por encima de todo
en el infierno, quiero decir la tierra.
Los socialistas que emergieron con la transición ya son viejos socialistas.
Pero no gozan de la veneración y admiración que por ejemplo mereció el “viejo
profesor”. Lo más mollar de la vieja guardia, siendo todavía joven de edad como
es, cuenta tan poco y se afana tan poco en contar, que está en situación
práctica de retiro y de disfrute de su jubilación, tal vez forzosa. Algunos
pocos ya en otra onda, como Joaquín Leguina o Paco Vázquez, Nicolás Redondo
Terreros, la misma Rosa Diez..etc, que alertan de los muchos peligros y
descarríos, resultan tan sospechosos que
ya se les encuadra sin misericordia en las filas de los fachas inveterados.
Prácticamente todos en conjunto se hacen sospechosos, a los ojos del buenismo,
de tener una parentela con el “sistema” no muy recomendable. Esta fragmentación
de “la memoria histórica” no es desdeñable. Sólo por contribuir a que buena
parte de la sociedad, la que más manda ideológicamente en España, se comprenda
mejor a sí misma, hace que la labor, llena de aguante y vergüenza, de gente
como J. Leguina sea merecedora de agradecimiento y aprecio. Pero nos esperan
tiempos en los que van a proliferar toda especie de buenismo, y eso significa que dependemos de la suerte, que sea para
bien. Zapatero se creía en manos de la buena suerte. Al menos que los que vengan aprendan a ser prudentes, visto el ejemplo.
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