viernes, 4 de octubre de 2013

LOS CONVERSOS DE CATALUÑA.



La afirmación de que una parte significativa de los catalanes apoya la independencia, en contra no ya sólo de sus intereses sino de sus querencias profundas,   parece  extravagante si se deja de lado que  una parte no menospreciable del electorado de procedencia “española”, los “charnegos” está  abrazando la causa secesionista o se retrae en la defensa de la unidad de Cataluña con el resto de España. Este es el hecho más significativo de todo este drama y sus consecuencias están por ver. Porque si esta parte de la población se resistiera, simplemente la secesión sería inviable.
Este desplazamiento trastoca el escenario sociopolítico vigente en sus rasgos esenciales desde la II República, dejando al margen el período  “apolítico” del franquismo. Las élites intelectuales urbanas barcelonesas  han simpatizado siempre por la independencia; las clases medias de origen catalán por un nacionalismo pragmático virado a la independencia en los momentos críticos; los jóvenes pequeños burgueses han atizado siempre el independentismo; la oligarquía empresarial ha preferido buscar el apoyo ventajoso del Estado sin comprometer su lealtad con este y con ojo avizor al nacionalismo. Sólo los trabajadores, la mayoría de origen andaluz, extremeño o murciano, agrupados fundamentalmente tras el anarquismo primero y desde la transición tras el socialismo y el comunismo han disonado en esta orquesta. Su conciencia solidaria con los demás trabajadores de España ha sido suficiente para que hayan sido una fuerza favorable a la unidad de España. Ahora muchos catalanes de segunda y tercera generación descendientes de   los venerables anarquistas de la II República y de los esforzados comunistas del Baix Llobregat, que cargaron con el peso de la lucha contra la dictadura, abrazan la causa separatista, transgrediendo la regla elemental de todo movimiento social: que la gente siempre permanece fiel a sus orígenes e incluso hasta el extremo de sublimar estos fanáticamente. Pues he aquí que el fanatismo ha cambiado de bando. Explicarlo no debe ser fácil, pero no basta apelar sin más a los efectos de la  crisis actual, ni siquiera a los años de adoctrinamiento “pedagógico” y mediático de que hayan sido objeto. Lo primero puede servir de detonante, lo segundo ha abonado lo que debe tener raíces muy profundas. Estamos sin duda ante la nefasta convergencia de lo que ha pasado en el resto de España desde la transición y lo que ha pasado en Cataluña. De lo primero ya me he ocupado (*véase “La Patria de los apátridas” ), algo hay que decir de lo segundo.
El desconcierto paralizante de una parte de los “charnegos” y la huida hacia el secesionismo de otros son fruto de  su orfandad política. Pero esta sólo es la punta del iceberg del vaciamiento ideológico y sentimental, trufado de los más groseros despropósitos políticos, que han liderado sus élites con la irresponsabilidad de un niño que juega a quemar la casa.
Al llegar la transición la “segunda Cataluña”, la mitad de la población catalana, tras el incentivo franquista a la industria catalana y la emigración masiva de toda España, aspiraba fundamentalmente a formar parte de la “Cataluña de primera” como parte de una sola Cataluña. Lo mismo pensaban las burguesías nacionalistas pero con condiciones. La integración social, que nunca fue problema en sí misma, requería avalarse con la integración política y esta con la ideológica. Los “charnegos” comprendieron pronto que el catalanismo sería una etiqueta imprescindible para conseguir el beneplácito y el ascenso social, igual que los aprobados lo son para que el estudiante titule. El asunto se dilucidaría en el terreno político, cuando la izquierda se fue identificando con el nacionalismo. No fue flor de un día y hay que destacar tres capítulos fundamentales. Primero la conversión al credo nacionalista empezando por suscribirse a la visión nacionalista de España y Cataluña. El segundo es la reparación y expiación que supuso la promoción del nuevo Statut, con el que las elites socialistas barcelonesas demostraban su nacionalismo y su verdadera vocación, la tercera fue el premio de gobernar Cataluña, con el fiasco final conocido.  
Empecemos por la conversión. Durante la transición el PSUC aglutinó la lucha antifranquista atrayendo a las elites intelectuales y liberales embelesadas con la ideología obrerista. En ninguna otra parte de España la colaboración entre las clases trabajadoras y la burguesía urbana, cuya oposición a la dictadura era incomparablemente superior a la de ningún otro lugar de España, parecía algo tan normal. Tanto que el PSUC soñó con hacer Cataluña el laboratorio del “Compromiso histórico” ideado por el PCI de E. Berlinguer. En este microclima que llegó a ser la política catalana,  la izquierda tenía que catalanizarse si quería ser alguien. En un principio esto no significaba más que defensa de la cultura y lengua catalana, autonomía política y  administrativa dentro de España, lealtad a las instituciones catalanas. Cuando la confianza de los electores recayó en el PSOE DE Felipe y Alfonso y menguó para los comunistas catalanes, estos se pusieron a la tarea de ser una filial nacionalista irrelevante. Dentro del PSOE se abrieron dos cohabitaciones paralelas, ambas marcadas por la conveniencia y la desconfianza. La primera cohabitación significó el reparto del poder entre Pujol y Felipe, Cataluña para Pujol, el Estado para Felipe. La segunda, interna entre  el PSC-y el PSOE, dejaba a los dirigentes advenedizos del PSC las cuestiones autonómicas y a la prole socialista de toda la vida la explotación y  aprovechamiento del granero electoral para el gobierno de la nación y los ayuntamientos. Las masas trabajadoras siguieron al socialismo en nombre de un catalanismo que hacía gala de la solidaridad con los “demás pueblos de España” y recelaba de los nacionalistas. Desdeñaron votar en la autonomía, mitad porque no creían en ella, mitad porque interpretaron los deseos profundos de los dirigentes nacionales. Todavía se podía escuchar un eco de la tradicional crítica obrerista al nacionalismo por ser disfraz de la burguesía. Los dirigentes socialistas de probado pedigrí catalanista contrapesaban esta tendencia centrípeta  trabajando para ganarse el respeto de la burguesía nacionalista.
El statu quo, aun con serias crispaciones entre Felipe y Jordi, resultó inamovible mientras la fortuna favoreció al líder socialista. Pero cuando vino la flojera las élites barcelonesas empezaron a dar  las primeras muestras de su filonacionalismo y sobre todo de su nerviosismo. En los tiempos de la cohabitación su verdadero destino, el poder catalán, semejaba un vano espejismo. Cuando el nacionalismo apretó para poner a prueba el Estado central, las élites barcelonesas pudieron asentar su poder en el PSC y llevar a este partido a aceptar lo esencial de los postulados ideológicos nacionalistas. Me refiero en concreto a que Cataluña es una nación diferente de España; que aunque Cataluña guarde lazos más especiales y mayores con España que con cualquier otra nación, en términos cualitativos de identidad nacional Cataluña tiene lo mismo que ver con España, que con Francia, Argelia o Noruega; por último que la lealtad política debida recae sobre Cataluña rigiendo la conveniencia en la relación con el Estado español. Dentro del catalanismo socialista triunfó en un principio la versión más moderada, para la que España no era una nación sino un Estado plurinacional a la manera con que se imaginan algunos el antiguo imperio austríaco, Estado que agrupa diferentes naciones. No importa cuáles podrían ser esas naciones, lo único relevante es que Cataluña es una nación. Pero la patita del nacionalismo “ilustrado” independentista asomó por debajo de la puerta. No es casual que el intelectual más notorio del socialismo barcelonés, X. Rubert de Ventós fuera la avanzadilla de aquellos que harían ostentación de lo lejos que les quedaba “el laberinto de la hispanidad”. El apoyo militante a la ley de inmersión lingüística fue la ocasión para que el socialismo se “renovase” ideológicamente y oficializase su conversión.
La expiación y la reparación se precipitaron  con la hostilidad que se desató contra el ascenso de Aznar y el pacto de primera legislatura con Pujol. Dada la inquina común de las masas nacionalistas y las masas trabajadoras a la derecha, tal blasfemia pareció ocasión propicia para matar dos pájaros de un tiro: acceder al poder sobrepasando al nacionalismo por el nacionalismo; y hacer de Cataluña una segunda Andalucía donde el poder socialista, o al menos anti PP, pudiera arraigar eternamente. A tal fin sirvió tanto la promoción de un nuevo estatuto  como el diabólico gobierno conjunto con los nacionalistas independentistas.  Impulsaba a ello el hecho notable de que el rechazo a Aznar entre la izquierda reactivó la fuerza dormida de Ezquerra y que en las filas nacionalistas empezase a ser moneda corriente lamentarse del “café para todos” y de la discriminación fiscal. Disponer de los resortes políticos y de la hegemonía cultural no compensaba ser tratados como uno más y tener que supeditar la financiación a intereses extraños.
Es un clamor bastante evidente que la apuesta de Maragall por el nuevo estatuto tenía por fin asentar definitivamente su poder en Cataluña haciendo ostentación de nacionalismo. Pero en no menor medida respondía a la veleidad sincera de las élites barcelonesas de encabezar el distanciamiento con el Estado y marcar el sello de un sistema en el que se tratase al Estado de tu a tu. Pero nada de esto hubiera fructificado sin el favor de la base social tradicional del socialismo y sobre todo la bendición de Zapatero en su gesto insólito de generosidad infinita a costa del andamiaje constitucional. Pero dejemos este desgraciado episodio  y fijémonos en la complacencia de las bases socialistas. Esta fue posible porque los ideales solidarios y obreristas fueron languidecieron al socaire de los cambios sociales y como rechazo del localismo, egoísmo, despilfarro e ineptitud imperante en todas las demás autonomías. El sentimiento de maltrato fiscal creció como la pólvora hasta el punto de que hasta los viejos charnegos fueron participes de la incomodidad crónica de los nacionalistas. Aunque no se llegara a asumir con toda conciencia el ideario nacionalista ya se vivió la relación de España como una cuestión de conveniencia, no de solidaridad ni de afecto.
Que el Tripartit fuera el adalid del cordón sanitario contra el PP no se debió sólo a su inquina genética contra la “derechona” y el “centralismo”, sino a la ocasión que daba para “implementar” el  distanciamiento creciente con  España. El premio del gobierno con los independentistas declarados y sin máscara, obligó a que el PSC se encubriera con la máscara de la “cuestión social”. Los nacionalistas eran al fin y al cabo, según se querían creer Maragall y Montilla, socialdemócratas de corazón, tanto como ellos buenos catalanes. El auge del Tripartit se alimentó de la frustración por la sentencia del constitucional tras un parto agónico que lanzó a las bases socialistas en manos de la demagogia nacionalista. Carente el espíritu solidario y obrerista, en consonancia con que del resto de España no se recibiera otro mensaje que el de “cada uno a los suyo”, el correctivo del Constitucional olió a cuerno quemado. Fue tal el desencuentro con el resto de España y la frustración colectiva a la que llevó este juego de señoritos destinado a congraciarse consigo mismos, que cabe la duda de si cualquier remedio corrector de sus inconstitucionalidades fragrantes, incluida la resolución del Constitucional, no es peor que la enfermedad.
 El botín que adquirió Esquerra con su gestión en el Tripartit no hubiera sido posible sin la generosidad socialista de cargar en exclusiva sobre sus espaldas con el despilfarro y la ineficacia, esperando a cambio convalidar su catalanidad. Al menos los independentistas tuvieron la habilidad de hacerlos pasar por el payaso que recibe todas las bofetadas. Por mucho que también los socialistas se apunten a la salmodia del “Espanya ens roba”, pesa sobre ellos el marchamo de la ineficacia y su catalanidad se ha demostrar cada día con pruebas más difíciles, como los jugadores de ruleta que han de reparar sus pérdidas con nuevas apuestas. Igual que Mas no puede liberarse de su “deber” de convocar el referéndum de autodeterminación y encabezar la secesión, los socialistas han de  demostrar su catalanismo por ser los primeros sospechosos ante quienes más desean agradar. Al parecer Mas lo hace con gusto ante lo cerca que tiene la gloria de ser el primer President de la I República de Catalunya, pero a los socialistas se les  empiezan a abrir las carnes ante la perspectiva de una Cataluña donde pueden ser tratados como parásitos. Demasiada mortificación, para unos seguidores que han dado pruebas suficientes de fidelidad a Cataluña, el que su destino sea estar demostrándola  todos los días.  Demasiada mortificación para quienes empiezan a sospechar que España igual no vale la pena y, lo que es peor, que a los españoles el asunto les interesa tanto como a los espectadores de  “Sálvame” lo que se diga en los Congresos sobre el cambio climático. Si sólo importa eso de “cada uno a lo suyo” en cada sitio, ¿no invita el cerebro a convencerse de que uno quiere por propia iniciativa lo que las circunstancias mandan sin remedio?. Si ser sólo catalanes es el precio para seguir siendo catalanes mejor cambiar los escrúpulos, debidos a romper inciertos lazos, por el entusiasmo hacia la nueva verdad.

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