La afirmación de que una parte significativa de los catalanes apoya la
independencia, en contra no ya sólo de sus intereses sino de sus querencias
profundas, parece extravagante si se deja de lado que una parte no menospreciable del electorado de
procedencia “española”, los “charnegos” está
abrazando la causa secesionista o se retrae en la defensa de la unidad
de Cataluña con el resto de España. Este es el hecho más significativo de todo
este drama y sus consecuencias están por ver. Porque si esta parte de la
población se resistiera, simplemente la secesión sería inviable.
Este desplazamiento trastoca el escenario sociopolítico vigente en sus
rasgos esenciales desde la
II República, dejando al margen el período “apolítico” del franquismo. Las élites intelectuales
urbanas barcelonesas han simpatizado
siempre por la independencia; las clases medias de origen catalán por un nacionalismo
pragmático virado a la independencia en los momentos críticos; los jóvenes
pequeños burgueses han atizado siempre el independentismo; la oligarquía empresarial
ha preferido buscar el apoyo ventajoso del Estado sin comprometer su lealtad
con este y con ojo avizor al nacionalismo. Sólo los trabajadores, la mayoría de
origen andaluz, extremeño o murciano, agrupados fundamentalmente tras el
anarquismo primero y desde la transición tras el socialismo y el comunismo han
disonado en esta orquesta. Su conciencia solidaria con los demás trabajadores
de España ha sido suficiente para que hayan sido una fuerza favorable a la
unidad de España. Ahora muchos catalanes de segunda y tercera generación
descendientes de los venerables
anarquistas de la II
República y de los esforzados comunistas del Baix Llobregat, que
cargaron con el peso de la lucha contra la dictadura, abrazan la causa separatista,
transgrediendo la regla elemental de todo movimiento social: que la gente
siempre permanece fiel a sus orígenes e incluso hasta el extremo de sublimar
estos fanáticamente. Pues he aquí que el fanatismo ha cambiado de bando.
Explicarlo no debe ser fácil, pero no basta apelar sin más a los efectos de la crisis actual, ni siquiera a los años de
adoctrinamiento “pedagógico” y mediático de que hayan sido objeto. Lo primero
puede servir de detonante, lo segundo ha abonado lo que debe tener raíces muy
profundas. Estamos sin duda ante la nefasta convergencia de lo que ha pasado en
el resto de España desde la transición y lo que ha pasado en Cataluña. De lo
primero ya me he ocupado (*véase “La
Patria de los apátridas” ), algo hay que decir de lo segundo.
El desconcierto paralizante de una parte de los “charnegos” y la huida
hacia el secesionismo de otros son fruto de
su orfandad política. Pero esta sólo es la punta del iceberg del
vaciamiento ideológico y sentimental, trufado de los más groseros despropósitos
políticos, que han liderado sus élites con la irresponsabilidad de un niño que
juega a quemar la casa.
Al llegar la transición la “segunda Cataluña”, la mitad de la población
catalana, tras el incentivo franquista a la industria catalana y la emigración
masiva de toda España, aspiraba fundamentalmente a formar parte de la “Cataluña
de primera” como parte de una sola Cataluña. Lo mismo pensaban las burguesías
nacionalistas pero con condiciones. La integración social, que nunca fue
problema en sí misma, requería avalarse con la integración política y esta con la
ideológica. Los “charnegos” comprendieron pronto que el catalanismo sería una
etiqueta imprescindible para conseguir el beneplácito y el ascenso social,
igual que los aprobados lo son para que el estudiante titule. El asunto se
dilucidaría en el terreno político, cuando la izquierda se fue identificando
con el nacionalismo. No fue flor de un día y hay que destacar tres capítulos
fundamentales. Primero la conversión
al credo nacionalista empezando por suscribirse a la visión nacionalista de
España y Cataluña. El segundo es la reparación
y expiación que supuso la promoción del nuevo Statut, con el que las elites
socialistas barcelonesas demostraban su nacionalismo y su verdadera vocación,
la tercera fue el premio de gobernar
Cataluña, con el fiasco final conocido.
Empecemos por la conversión. Durante la transición el PSUC aglutinó la
lucha antifranquista atrayendo a las elites intelectuales y liberales
embelesadas con la ideología obrerista. En ninguna otra parte de España la colaboración
entre las clases trabajadoras y la burguesía urbana, cuya oposición a la
dictadura era incomparablemente superior a la de ningún otro lugar de España,
parecía algo tan normal. Tanto que el PSUC soñó con hacer Cataluña el
laboratorio del “Compromiso histórico” ideado por el PCI de E. Berlinguer. En
este microclima que llegó a ser la política catalana, la izquierda tenía que catalanizarse si
quería ser alguien. En un principio esto no significaba más que defensa de la
cultura y lengua catalana, autonomía política y
administrativa dentro de España, lealtad a las instituciones catalanas. Cuando
la confianza de los electores recayó en el PSOE DE Felipe y Alfonso y menguó
para los comunistas catalanes, estos se pusieron a la tarea de ser una filial
nacionalista irrelevante. Dentro del PSOE se abrieron dos cohabitaciones
paralelas, ambas marcadas por la conveniencia y la desconfianza. La primera cohabitación
significó el reparto del poder entre Pujol y Felipe, Cataluña para Pujol, el
Estado para Felipe. La segunda, interna entre
el PSC-y el PSOE, dejaba a los dirigentes advenedizos del PSC las
cuestiones autonómicas y a la prole socialista de toda la vida la explotación y
aprovechamiento del granero electoral
para el gobierno de la nación y los ayuntamientos. Las masas trabajadoras
siguieron al socialismo en nombre de un catalanismo que hacía gala de la
solidaridad con los “demás pueblos de España” y recelaba de los nacionalistas. Desdeñaron
votar en la autonomía, mitad porque no creían en ella, mitad porque
interpretaron los deseos profundos de los dirigentes nacionales. Todavía se
podía escuchar un eco de la tradicional crítica obrerista al nacionalismo por
ser disfraz de la burguesía. Los dirigentes socialistas de probado pedigrí catalanista
contrapesaban esta tendencia centrípeta
trabajando para ganarse el respeto de la burguesía nacionalista.
El statu quo, aun con serias crispaciones entre Felipe y Jordi, resultó
inamovible mientras la fortuna favoreció al líder socialista. Pero cuando vino
la flojera las élites barcelonesas empezaron a dar las primeras muestras de su filonacionalismo
y sobre todo de su nerviosismo. En los tiempos de la cohabitación su verdadero
destino, el poder catalán, semejaba un vano espejismo. Cuando el nacionalismo
apretó para poner a prueba el Estado central, las élites barcelonesas pudieron
asentar su poder en el PSC y llevar a este partido a aceptar lo esencial de los
postulados ideológicos nacionalistas. Me refiero en concreto a que Cataluña es
una nación diferente de España; que aunque Cataluña guarde lazos más especiales
y mayores con España que con cualquier otra nación, en términos cualitativos de
identidad nacional Cataluña tiene lo mismo que ver con España, que con Francia,
Argelia o Noruega; por último que la lealtad política debida recae sobre
Cataluña rigiendo la conveniencia en la relación con el Estado español. Dentro
del catalanismo socialista triunfó en un principio la versión más moderada,
para la que España no era una nación sino un Estado plurinacional a la manera
con que se imaginan algunos el antiguo imperio austríaco, Estado que agrupa
diferentes naciones. No importa cuáles podrían ser esas naciones, lo único
relevante es que Cataluña es una nación. Pero la patita del nacionalismo “ilustrado”
independentista asomó por debajo de la puerta. No es casual que el intelectual
más notorio del socialismo barcelonés, X. Rubert de Ventós fuera la avanzadilla
de aquellos que harían ostentación de lo lejos que les quedaba “el laberinto de
la hispanidad”. El apoyo militante a la ley de inmersión lingüística fue la
ocasión para que el socialismo se “renovase” ideológicamente y oficializase su
conversión.
La expiación y la reparación se precipitaron con la hostilidad que se desató contra el ascenso
de Aznar y el pacto de primera legislatura con Pujol. Dada la inquina común de
las masas nacionalistas y las masas trabajadoras a la derecha, tal blasfemia pareció
ocasión propicia para matar dos pájaros de un tiro: acceder al poder
sobrepasando al nacionalismo por el nacionalismo; y hacer de Cataluña una
segunda Andalucía donde el poder socialista, o al menos anti PP, pudiera
arraigar eternamente. A tal fin sirvió tanto la promoción de un nuevo
estatuto como el diabólico gobierno
conjunto con los nacionalistas independentistas. Impulsaba a ello el hecho notable de que el
rechazo a Aznar entre la izquierda reactivó la fuerza dormida de Ezquerra y que
en las filas nacionalistas empezase a ser moneda corriente lamentarse del “café
para todos” y de la discriminación fiscal. Disponer de los resortes políticos y
de la hegemonía cultural no compensaba ser tratados como uno más y tener que supeditar
la financiación a intereses extraños.
Es un clamor bastante evidente que la apuesta de Maragall por el nuevo estatuto
tenía por fin asentar definitivamente su poder en Cataluña haciendo ostentación
de nacionalismo. Pero en no menor medida respondía a la veleidad sincera de las
élites barcelonesas de encabezar el distanciamiento con el Estado y marcar el
sello de un sistema en el que se tratase al Estado de tu a tu. Pero nada de
esto hubiera fructificado sin el favor de la base social tradicional del socialismo
y sobre todo la bendición de Zapatero en su gesto insólito de generosidad
infinita a costa del andamiaje constitucional. Pero dejemos este desgraciado
episodio y fijémonos en la complacencia
de las bases socialistas. Esta fue posible porque los ideales solidarios y
obreristas fueron languidecieron al socaire de los cambios sociales y como
rechazo del localismo, egoísmo, despilfarro e ineptitud imperante en todas las
demás autonomías. El sentimiento de maltrato fiscal creció como la pólvora
hasta el punto de que hasta los viejos charnegos fueron participes de la
incomodidad crónica de los nacionalistas. Aunque no se llegara a asumir con
toda conciencia el ideario nacionalista ya se vivió la relación de España como
una cuestión de conveniencia, no de solidaridad ni de afecto.
Que el Tripartit fuera el adalid del cordón sanitario contra el PP no se
debió sólo a su inquina genética contra la “derechona” y el “centralismo”, sino
a la ocasión que daba para “implementar” el
distanciamiento creciente con
España. El premio del gobierno con los independentistas declarados y sin
máscara, obligó a que el PSC se encubriera con la máscara de la “cuestión
social”. Los nacionalistas eran al fin y al cabo, según se querían creer
Maragall y Montilla, socialdemócratas de corazón, tanto como ellos buenos
catalanes. El auge del Tripartit se alimentó de la frustración por la sentencia
del constitucional tras un parto agónico que lanzó a las bases socialistas en
manos de la demagogia nacionalista. Carente el espíritu solidario y obrerista, en
consonancia con que del resto de España no se recibiera otro mensaje que el de
“cada uno a los suyo”, el correctivo del Constitucional olió a cuerno quemado. Fue
tal el desencuentro con el resto de España y la frustración colectiva a la que
llevó este juego de señoritos destinado a congraciarse consigo mismos, que cabe
la duda de si cualquier remedio corrector de sus inconstitucionalidades
fragrantes, incluida la resolución del Constitucional, no es peor que la
enfermedad.
El botín que adquirió Esquerra con
su gestión en el Tripartit no hubiera sido posible sin la generosidad socialista
de cargar en exclusiva sobre sus espaldas con el despilfarro y la ineficacia,
esperando a cambio convalidar su catalanidad. Al menos los independentistas
tuvieron la habilidad de hacerlos pasar por el payaso que recibe todas las
bofetadas. Por mucho que también los socialistas se apunten a la salmodia del
“Espanya ens roba”, pesa sobre ellos el marchamo de la ineficacia y su
catalanidad se ha demostrar cada día con pruebas más difíciles, como los
jugadores de ruleta que han de reparar sus pérdidas con nuevas apuestas. Igual
que Mas no puede liberarse de su “deber” de convocar el referéndum de
autodeterminación y encabezar la secesión, los socialistas han de demostrar su catalanismo por ser los primeros
sospechosos ante quienes más desean agradar. Al parecer Mas lo hace con gusto
ante lo cerca que tiene la gloria de ser el primer President de la I República de
Catalunya, pero a los socialistas se les
empiezan a abrir las carnes ante la perspectiva de una Cataluña donde
pueden ser tratados como parásitos. Demasiada mortificación, para unos seguidores
que han dado pruebas suficientes de fidelidad a Cataluña, el que su destino sea
estar demostrándola todos los días. Demasiada mortificación para quienes empiezan
a sospechar que España igual no vale la pena y, lo que es peor, que a los
españoles el asunto les interesa tanto como a los espectadores de “Sálvame” lo que se diga en los Congresos
sobre el cambio climático. Si sólo importa eso de “cada uno a lo suyo” en cada
sitio, ¿no invita el cerebro a convencerse de que uno quiere por propia
iniciativa lo que las circunstancias mandan sin remedio?. Si ser sólo catalanes es el precio para seguir
siendo catalanes mejor cambiar los escrúpulos, debidos a romper inciertos lazos, por el
entusiasmo hacia la nueva verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario