La irrupción de una pandilla de mostrencos facciosos, se supone que después
de una buena cenorra y gozosa francachela, en la fiesta de la Generalitat en
Madrid ha debido recomponer los circuitos neuronales de muchos nacional-catalanistas
y dar carnaza perdurable a tertulias y medios patrióticos como TV3. Ahora no
sólo podrán decir “Espanya ens roba”, sino además “Espanya ens pega”, con la
misma razón y entusiasmo probados. Para el imaginario de un nacionalcatalanista
fetén lo razonable sería que, ante la evidencia de la arremetida separatista, “els
espanyols” hicieran amago de acudir a rebato tras la cabra de la legión a invadir
Cataluña por el Ebro. Sin épica la independencia tendrá menos lustre. Pero
allende el Ebro reina la desidia contemplativa y la sorpresa escéptica, como si
todos se hubieran convertido al más sabio y dulce budismo. A lo sumo la gente se divide
entre los que sienten asistir estupefactos a una especie de baile de locos y
entre los que creen que esta es la enésima representación en un teatro para el
que no vale la pena sacar entrada. Es el hartazgo del perdedor que piensa que
la batalla no existe porque no es una cosa civilizada ni de nuestro tiempo. “Falta
que el Estado haga pedagogía en Cataluña sobre la excelencia de la unidad con
España”, “falta dialogo, que los políticos se entiendan y lo arreglen”, "¡federalismo¡", "¡reforma de la constitución¡", gritan
los unos y los otros como haría Blancanieves al despertar de un sueño de
decenas de años, pero despierta no por el beso de un príncipe encantador sino por
el bocado procaz de algún Polifemo triunfant.
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