Cuando sobreviene un problema sobre el que
a algún contrincante resulta
incomodo pronunciarse, este suele reprochar al adversario “que no quiere que se
hable de lo que de verdad importa”. El argumento es recurrente entre los
partidos y ya es moneda común en la opinión pública. El PP advertía que Zapatero trataba de evitar
hablar de la crisis o del caso Faisán, al propugnar el matrimonio gay, mientras
que por ejemplo ahora el PSOE y la
izquierda en general imputa al gobierno
la cortina de humo de Gibraltar. No es fácil discernir si en la picaresca
política predomina la triquiñuela del
gobernante para ganar tiempo o la de la
oposición para no soltar su presa. Lo que se demuestra es que en política
importa más el asunto que se pone en primer plano que lo que se pueda decir del
tema. La primera batalla que sostienen los medios es la de imponer el asunto a
tratar. Mientras una televisión generalista
llevaba a la polémica de los contertulios las aventuras financieras del
marido de la señora Cospedal, poco
después otra de signo opuesta ponía sobre el tapete la fortuna de la mujer del
señor Rubalcaba. Naturalmente ninguna trató del otro tema, y es seguro que los seguidores de unos y otros achacarían a
la otra parte la mala fe de sacar el
tema para “demonizar” a su adversario, así como reivindicarían el derecho de
los suyos de informar verazmente. Pese a toda esta evidencia es difícil que la
opinión pública se haga a la idea de que las contiendas políticas tienen el mismo
cariz que los enfrentamientos entre los abogados en los tribunales, donde la
verdad sólo se puede abrir paso entre las tinieblas. Pero el reproche suele
tener un fin más oculto. Se cree que al
sacar un tema el contrincante ya está
descalificado, como si los argumentos que se expongan carecen de antemano de
valor y son argucias de quien pretende evadir
su responsabilidad. En la práctica sucede que hay asuntos insoslayables
que se imponen por sí mismos tarde o temprano, por mucho que los políticos y periodistas pícaros traten de
meter sus morcillas como los malos actores. Los temas insoslayables como la
corrupción, la crisis y sus derivados se tratan hasta la extenuación como una ruleta que rueda repitiendo los mismos
argumentos e ideas, o falta de ideas sin pausa ni descanso. Pero no debiera
resultar tan fácil escapar de tratar lo que resulta incómodo, cuando esto es
también insoslayable. Cuando los políticos y periodistas se sientan obligados
a atarse los machos a la hora de ejercer su poder de decidir de qué se habla y de qué no, será señal de que tenemos una opinión pública
madura.
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