El éxito de las tertulias
mediáticas, fenómeno singular de España,
ayuda a hacer soportable el acartonamiento y la previsibilidad de la
clase política, pero también suple la necesidad que mucha gente tiene de debatir, dado que no suele y casi no puede hacerlo. Uno de los tópicos al uso es que la gente
habla o dice de esto o lo otro de lo que
está en boga políticamente. En realidad de política se habla muy poco, apenas,
calculo, que una centésima parte de lo que se habla del futbol, de las fiestas o
de las cosas familiares y cotidianas. Los políticos palpan el estado de la
opinión pública por medio de encuestas, pero nunca por debates y diálogos que
salgan de los estrechos pasillos de sus oficinas, los platós mediáticos o como
mucho sus agrupaciones de partido. Su principal referencia son los titulares
mediáticos que contribuyen a crear y su propio olfato. Que un pueblo tan
hablador y que tiene un punto notable de interés por la política, o mejor por la contienda política, como el
español, sea tan renuente a debatir de política puede sonar a misterio. Pero
las razones son muy sencillas y hasta prosaicas. Los más interesados suelen hablar con los
afines, con quienes se tiene acuerdo de antemano, de modo que más que debatir se
procede a la mutua confirmación. Fuera de esta órbita se teme la polémica por
el daño que pueda producir en las relaciones personales, hasta llevarlas a la discordia. Apenas se va más allá de repetir los lugares comunes en los que todos estamos de acuerdo y que nadie que se precie puede dejar de presumir: que los políticos se lo llevan crudo, que se bajen el sueldo...etc. En un mundo tan impersonal
como el que vivimos las relaciones personales son tan frágiles y veleidosas
que la confianza es uno de los bienes más dignos de proteger. El español
igual que valora por encima de muchas cosas la cercanía personal es muy susceptible de sufrir por ver su
opinión contradicha. Siente la discrepancia política como una recusación
personal casi insoportable. En el ADN
colectivo sigue impresa la idea dogmática de que verdad no hay más que una, y
lo que es peor, que la verdad no se busca sino que se tiene. Dudar de la verdad
que uno siente es como poner en tela de juicio la propia valía. Argumentar
mejor o peor la verdad es en el fondo secundario y anecdótico a este respecto. Por
eso en las tertulias se busca prioritariamente argumentos que refuercen la
verdad que ya se posee. Los tertulianos ejercen así de intermediarios entre las
ideologías y la complejidad de la actualidad, paliando de esta manera la
dificultad de pasar de la opinión genérica a una opinión operativa que tenga en
cuenta la dinámica concreta de las cosas. Su influencia revela la distancia
entre las grandes ideologías, que se tienen casi de nacimiento, y el pensamiento práctico. Pero es discutible
que los tertulianos no se limiten a reproducir como si fuera una representación
teatral el escenario político y que no
sean más que una extensión más divertida de sus progenitores políticos, cuando
no traten de ser los auténticos líderes. En la práctica las tertulias alimentan
la visión de la política con la que más se congenia en España. Pero la política
no es sólo teatralidad y contienda polémica, también es gestión y ocupación con
las cosas. Lo decía Ortega: hay que ir a las cosas. En esto las tertulias y la aportación de los medios tienen mucho que
ofrecer y mejorar.
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