Contando con que su decadencia se
está haciendo irreversible y que esto puede arrastrar al bienestar y la
fortaleza de la ciudadanía, los grandes partidos podrían hacer un indudable
servicio de disolverse como estructuras partitocráticas y transformarse en
plataformas electorales, al modo del partido republicano o demócrata
norteamericano. La crisis ha puesto de manifiesto que no basta el cambio en los
equipos de dirección de los grandes partidos, ni siquiera una cierta depuración
profiláctica, se necesitan mecanismos que obliguen a los elegidos responder
ante sus electores y no sólo ante el pueblo en abstracto. El beneficio mayor no
sería tanto que esto redundara en una mejor selección de la clase política,
sino en que podría mejorar en gran medida la educación, o mejor autoeducación, política
de la población. Los electores estarían más motivados a pensar en términos de política
concreta, a precisar qué política concreta creen mejor para sus intereses o
para su idea del mundo, y sobre todo a pensar qué es lo mejor o menos malo en
términos prácticos.
¿Pero está España preparada para ello?. Nuestra tradición es delegar en los
representantes políticos no sólo la responsabilidad de la gestión política sino
la responsabilidad de idear la política conveniente. No se les elige porque
concuerdan con la política que el elector estima conveniente sino porque se
tiene confianza en que son depositarios de la política conveniente cualquiera
que sea esta y cualquiera que sean las consecuencias prácticas de su aplicación.
Es así el partido, en cuanto encarna a los ojos del elector su ideología, el
receptor de la confianza pública. Pero la distancia entre la prédica ideológica
y el estado de las cosas es casi infinita. Nuestra elefantina estructura
partidista presenta la ventaja de que puede canalizar las inquietudes de la
población hacia el debate de las políticas convenientes, si admiten las listas
abiertas y las elecciones primarias. Es fácil que entonces en una primera instancia
tengan más prédica los líderes demagógicos o integristas de lo suyo, pero con
el tiempo también la moderación y la competencia pueden tener cabida. No es
menos cierto que no hay remedio que nos libre de los líderes carismáticos
vacíos y que la personalización de la responsabilidad política puede esto
propiciarlo hasta el extremo en algunos momentos. Los riesgos están a la vista pero la alternativa es la lenta
agonía de los mastodontes partitocráticos.
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