martes, 5 de marzo de 2013

¿EXISTE LA CLASE POLÍTICA?




Una de las consecuencias de la crisis es la desafección política e institucional pero también la extensión entre el pueblo de la idea de que los políticos forman un grupo aparte, llámesele casta o clase diferenciada de los ciudadanos. Esta idea contrasta con el diseño ideal de la actividad política en un país democrático, según el que los políticos son los representantes de los ciudadanos y actúan por delegación o comisión de los mismos, sino de forma directa, pues es imposible, al menos de forma indirecta, interpretando sus intereses, necesidades, sensibilidades y creencias, para hacer y defender lo mismo que cada ciudadano representado haría. Es la continuidad entre los políticos y los ciudadanos lo que parece estar en juego. En realidad este esquema santifica de tal forma la actividad política que el despertar del sueño amenaza con rebajar el crédito de la actividad política hasta la insolvencia total. Por encima del esquema ideal, en la práctica el pueblo, ahora se dice “la ciudadanía”, delega en los políticos por una mezcla de necesidad y convencimiento. Mientras el ciudadano se ocupa de sus asuntos particulares se elige al político para que resuelva los asuntos públicos y comunes y le quite la carga de tener que pensar en eso. Se procede como cuando se contrata a un asesor fiscal o a un asistente que limpie la casa. Pero por otra parte se piensa que el elegido merece la confianza por tener las mismas ideas y hacer lo mismo que uno haría en caso de gobernar. En España y en general en los países europeos la razón no es el conocimiento de las ideas y aptitudes de cada político en particular sino la fe en el partido que lo avala, con lo que el lazo es entre partido y ciudadano antes que entre político y ciudadano. La crisis ha arrastrado ambos supuestos: la gente siente que ni los políticos se muestran capaces de resolver los asuntos públicos dejando a los ciudadanos vivir en paz, y también que  en la práctica las denominadas diferencias ideológicas entre los partidos no son tan importantes pues al fin y al cabo “todos hacen lo mismo” o parecido. Con lo que se cuestiona tanto la solvencia y/u honestidad de los políticos, como sobre todo a los partidos en cuanto cauces ideológicos.

Las razones que justifican estas creencias tienen que ver con la especificidad de la actividad política en el tiempo presente, pero también con la devaluación  de las ideologías como fundamento de la actividad política. Respecto a lo primero, la inmensidad de la maquinaria estatal, el hecho de que la administración tenga la llave de gran parte de actividad económica y social, la extensión de los servicios públicos que son parte indisociable de la vida de los ciudadanos, etc, abundan en la especial posición de los encargados de gestionar todo eso. Los partidos constituyen, en la oposición como aspirantes, en el gobierno como gestores, una segunda administración que se superpone a la maquinaria estatal tradicional. Pero con la diferencia de que sus tentáculos se irradian por todo el cuerpo social gestionando una red de intereses y complicidades que dan pie a una especie de administración sumergida. Por otra parte al depender todos de la opinión pública es preciso tanto marcar las diferencias entre partidos hasta la hostilidad si hace falta, como protegerse de la opinión pública administrando lo que conviene o no decir y el modo de decirlo. Se crea así inevitablemente una jerga y un estilo de comunicación tan parecido que al margen de las diferencias identifica al político de un modo característico.

La devaluación de las ideologías no proviene sólo de las dudas que levantan las incoherencias y los constantes pasos atrás de los partidos políticos, tiene causas más profundas. Todavía se tiene la creencia tradicional de que las ideologías son concepciones compactas del mundo, capaces no sólo de dar cuenta de los fundamentos de las ilusiones de los seres humanos, sino también de proporcionar modelos, alternativos entre sí, pero coherentes de organización social definitiva. Al identificarse con su partido el pueblo se reafirma en la creencia de que posee una visión clara y fundada sobre su sociedad y el mundo, y sobre todo de que hay ciertas claves, que deben dominar los profesionales de la política, de las que depende la buena marcha de la sociedad. Fenómenos históricos como la caída del muro o el derrumbe de los partidos tradicionales en Italia rebaten esa ilusión en el plano teórico pero no hasta el punto de arrancarla de raíz. Lo que más cuenta es la profunda transformación de las sociedades modernas en sociedades de masas y de clases medias a la vez. Pero sobre todo en sociedades muy acomodadas. Por encima de las diferencias de creencias de valores y sensibilidades, está el hecho de que se comparte un parecido estilo de vida y que en el fondo, eso es lo más importante, se quiere conservar ese estilo por encima de todo. Es cierto que unos se sienten mejor o peor dentro de ese modus vivendi pero el malestar y la frustración predominante nace del temor a perderlo o de no poder disfrutarlo adecuadamente o tanto como otros lo disfrutan. Esta comunión suaviza la polarización social que estaba en la base de la postulación de ideologías alternativas y mutuamente excluyentes. Estas subsisten haciendo hincapié en aspectos importantes de la vida social como los servicios públicos, el papel del Estado y las libertades individuales, costumbres sociales, alcance de los derechos..etc, pero ya no pueden pretender ser modelos sociales alternativos nítidamente diferenciados y opuestos. Pues en todo esto habiendo una identidad de fondo suele estar en cuestión el más y el menos o la forma de hacerlo y presentarlo. En cualquier caso lo que no se discute es que la forma de organizarse socialmente tiene que guiarse por el estilo de vida imperante y ha de servir para consolidarlo y perfeccionarlo. Los partidos políticos tienden a inflar lo diferente y en general la ideología en el sentido expuesto por encima de los proyectos y compromisos programáticos verídicos y verosímiles, en la necesidad de ganarse la opinión pública y salvaguardar su ascendencia. Pero como la relación entre la realidad práctica y la ideología es cada vez más misteriosa e indescifrable,  se quiere mantener más bien la ilusión de la perduración de la ideología de toda la vida disfrazando esta de todo tipo de generalidades y lugares comunes que nadie que no esté en su sano juicio puede dejar de compartir.

Las tradicionales ideologías holísticas se basaban en la idea de que todas las posiciones sociales, afectaran a la economía a las costumbres, al arte, la religión o a la moda, estaban conjugadas entre sí  como partes de un todo homogéneo, de modo que, por ejemplo, al ser uno socialista era anticlerical, partidario del aborto, partidario de la propiedad colectiva..etc. Pero ahora es cada vez más perentoria la necesidad de posicionarse en torno a puntos críticos relativamente independientes entre sí, de modo que se puede ser partidario de la protección social típica del estado de bienestar, favorable a proteger la religión y la familia, abortista o antiabortista, favorable a la energía nuclear o lo contrario..etc. La tensión entre la fijación de unas señas de identidad y la tendencia a la dispersión acucia tanto a las formaciones tradicionales como a los ciudadanos que pretenden a la vez sentirse ideológicamente amparados pero también libres de posicionarse en cualquier sentido.

Los políticos rechazan formar parte de una clase o grupo tanto por la necesidad de preservar sus señas de identidad frente a los otros partidos políticos, como por la necesidad  de aparentar proximidad con el ciudadano común. Pero la distancia entre los ciudadanos y los políticos es en parte un hecho que forma parte de la misma actividad política y en parte un fenómeno deplorable. Los políticos están en la posición de actores de la actividad política y los ciudadanos en la posición de espectadores, eso es inevitable. La diferencia con el teatro es que los espectadores no son neutrales y de una forma u otra participan en el desarrollo de la trama, mientras los actores han de tener siempre en cuenta la reacción de los espectadores, pues al fin y al cabo en la vida política hay que rehacer el guión al ejecutarlo  o incluso cambiarlo. Supuesto esto la sensación subjetiva de distanciamiento denota una crisis de representación en la que se invierten los papeles entre los políticos-actores y los ciudadanos espectadores. Quieren los ciudadanos ocupar, idealmente claro, el lugar de los políticos, mientras que  estos desearían ser enjuiciados no por lo que hacen sino por las buenas intenciones que comparten con los ciudadanos, es decir como si fueran un ciudadano más.

Cuando esta crisis de representación  afecta al conjunto de formaciones y no a un sólo o varios partidos, la distancia aparece como un mal que cuestiona a los políticos en su conjunto y provoca que se vean a los políticos como miembros de una clase. Que esa expresión aplicada a los políticos sea ya de por sí peyorativa,  denota que en el fondo se quiere ver a los políticos sólo como representantes. Pero sobre todo hace que se tenga la condición por la que son sólo representantes, sin otro interés que el del representado, como la situación natural. Es la quiebra de ese imaginario estado natural lo que  genera un plus de desasosiego y  desentendimiento de la actividad política como tal además de la censura de la clase política. Se puede añadir a esto que la rigidez del sistema partitocrático exagera la crisis de representación al no poder responsabilizarse a algún político en particular sino a todos en su conjunto.

El paso a la vinculación personal entre el político y el ciudadano es algo deseable pues pondría las cosas en sus justos términos al obligar a que el representante sea tal, porque conecte de una forma más flexible con las preferencias de los ciudadanos y rinda cuentas y se juzgue por su ejercicio, condiciones estas que la pesada maquinaria partitocrática apenas garantiza al situar al ciudadano en la tesitura del todo o nada. Pero dar este paso requeriría una transformación muy profunda del orden institucional y en no menor grado de la mentalidad colectiva en la medida que esta se basa en la confianza que da el partido como representante ideológico.

La consideración de la actividad como una actividad profesional toca este asunto de refilón. Choca contra esto la vocación que se supone al político tanto como al sacerdote, en conformidad con lo que debiera actuar no por su interés sino por el interés común. Pero eso puede valer para cualquier profesión dependiendo de la disposición personal del profesional, por lo que la reticencia tiene más que ver con el hecho de que se prejuzgue la condición ideal de representante público. En realidad cuando el ciudadano hace de político tiene que actuar como profesional de la política, si se entiende por tal dedicarse exclusivamente y  ser competente en su labor. Y por supuesto que los réditos que esto proporcione sean los tasados para la actividad política como tal. Cuales deban ser, esto es otro problema. Lo que está en discusión es la conveniencia de que la política sea una profesión de toda la vida como cualquier otra, por ejemplo médico o taxista, y si el político ha de tener experiencia laboral en la vida civil para acceder a esta labor. Es evidente que de ser la política una profesión no es como ninguna otra, ya que su ejercicio implica una relación de confianza viva con los ciudadanos y se soporta al menos idealmente en la decisión práctica de estos. En principio según ello no hay nada que objetar a que los ciudadanos prefieran a un político, aunque nunca haya dado un palo al agua. Esto lo permite y disimula el sistema de partidos por los que el político es solo un representante…del partido. Pero sería difícil que ocurriera en un sistema de vinculación personal y de darse es evidente que la calidad de vida pública se vería seriamente deteriorada. Hablando teóricamente, es indudable que la burocratización de la actividad política lleva inevitablemente a que los representantes públicos sean una casta y que de acuerdo con ello la profesionalización política sea algo nocivo. Mientras que por el contrario si la política descansara en la vinculación personal en una mayor medida, es decir en la confianza que una persona merece, se incentivaría el mérito del político y la agudeza del ciudadano. Pero  es difícil que eso suceda si el político carece de experiencia en la vida civil y no ofrece más pruebas de su valía que la confianza de sus jefes.






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