En los estertores del franquismo era inimaginable otra alternativa distinta
que la República. Los juanistas eran una especie exótica, a la que Carrillo
cortejaba, y Don Juan Carlos pasaba por Juan Carlos el breve. En los mentideros
antifranquistas, presos de fantasía y buena fe, se carecía de la más mínima idea de las aguas
profundas de ese momento histórico. La monarquía juancarlista emergió como
puente a la democracia y se fue consolidando a la sombra de esta, hasta
revalidarse con motivo del 23 Febrero. Su gloria ha coincidido con los años de
apogeo del sistema democrático, de la que la monarquía aparece como su cúspide.
Para bien o para mal su destino parece ligado al porvenir del sistema gestado
en la transición, sistema que se ha desplegado en treinta años. En principio no
hay razones para sospechar del desfondamiento de este sistema. Ni el más loco y
extraviado de cualquier parte del espectro político puede imaginarse por asomo
otra cosa que la democracia, aunque todos coincidan en la necesidad de
perfeccionarla. Por su parte el sistema constitucional, al margen de su
funcionamiento, cumple con el baremo más exigente de cualquier democracia que
se precie, y además la inserción en Europa requiere y garantiza un plus de estabilidad.
La monarquía ha prestado por lo demás notables servicios en el interior y sobre
todo en el exterior, no siendo baladí para el prestigio que en su momento
adquirió España. Acaso pueda merecer el reproche de haberse dejado llevar de un
exceso de confianza y de no haber hecho lo que no podía ni seguramente debía
hacer, al mirar para otro lado ante los desmanes de la clase política o las
disfunciones del sistema.
Pero la monarquía nació con los pies de barro y apenas ha podido cimentar el terreno sobre el
que se levanta. La inmensa mayoría de la población la aceptó al principio por
conveniencia y oportunidad, sin hacer cuestión en demasía de las preocupaciones
de los políticos. Pelillos a la mar. Los antifranquistas militantes y los de
última hora, pero “de toda la vida” eran visceralmente republicanos aunque Carrillo
educó a los suyos en no dejar la cuestión zanjada de salida y evitar comprometerse
a cal y canto con la República, para ganarse a la derecha juanista. Pero era a
al fin y al cabo una jugada táctica. La izquierda sociológica seguía siendo
sentimentalmente republicana y republicanista, pero admitió racionalmente la
estrategia de sus dirigentes una vez que estos aceptaron la monarquía como
parte del paquete constitucional. Desde entonces la izquierda social y política
se ha debatido entre la nostalgia de la República y el interés pragmático que
les lleva a aceptar e incluso simpatizar con Juan Carlos. Lo peor de ello es
que el recelo hacia la monarquía, por ser monarquía y heredera del franquismo,
ha arrastrado a la idea de España y su unidad, que se consideran junto con la
monarquía antiguallas del antiguo régimen. Pero eso es otra cosa.
El apoyo social de la monarquía se basa en sus buenos servicios, y en la
buena marcha de la democracia, pero a diferencia de la monarquía inglesa, no
está arraigada en la tradición. Depende por una parte de la simpatía y carisma
que despierta Juan Carlos y de la condescendencia e interés de la clase política,
fundamentalmente de la izquierda. Don Juan Carlos persiguió especialmente desde
el principio la confianza de la izquierda. Primero porque la lealtad de la
derecha va de suyo, pero sobre todo porque la izquierda tiene la hegemonía ideológica
social y patrimonializa el discurso democrático. Los socialistas han
correspondido para asegurar una estabilidad en la que son hegemónicos y no
tendría sentido romper la baraja para precipitarse en el abismo. Las únicas
disonancias han sido el ramalazo nostálgico que ha encabezado Zapatero y los
alegatos de más firmeza que hacen algunos
medios de la derecha.
Por su parte la República sufrió al principio el manto de silencio con el
que se pone en el olvido a algún familiar poco recomendable o molesto por
alguna razón desconocida. Luego ha quedado invernada y cubierta como “La cosa”
por una inmensa capa de hielo, tan sólida como la losa que cubre a Franco en el
Valle de los caídos. Curiosamente ha sido la emergencia de la generación que no
vivió la transición, la generación de la LOGSE, quién ha empezado a despertar
el sueño republicano. No hay una razón definitiva que lo explique. Quizá la
conjunción de la vieja nostalgia y de la falta de compromiso afectivo con el
sistema unido al repudio del aznarismo precipitó un nuevo clima en una
izquierda que se había vuelto más pragmática y contemporizadora de lo que ella
quisiera. En ese terreno el sueño republicano es una apuesta entre o tras
posibles para canalizar causas bien dispares. Pero por ahora no tiene más
acogida declarada que entre la extrema izquierda, incluso los antisistema. Sólo
el distanciamiento sentimental de la izquierda hacia la monarquía y la bandera
constitucional permite que, en el vacío que así se crea, la bandera de la
República aparezca mucho más grande. Pero su adscripción al utopismo
izquierdista hace todavía de la Republica una alternativa poco recomendable y
civilizada. Para una gran parte de la población es un pretexto para el ajuste
de cuentas o para aventuras quiméricas. Una especie de República friqui en
suma.
Por ahora la República no es más que una nubecilla que se atisba a lo
lejos en el horizonte. Pero se puede
acercar inopinadamente hasta el centro del la tormenta perfecta en que se
debate el mundo político. Su principal aval es el posible colapso del sistema.
Ante ello la irrupción de la República ofrece la ventaja de que visualiza este
posible colapso y despierta en la imaginación colectiva la sensación de traer
consigo el pan de la regeneración y la purificación. Pero no es fácil saber cuál
puede ser la dote que pueda aportar, connotaciones sentimentales aparte. En principio
no supone más que un cambio simbólico, pues en los tiempos modernos tan democrática
puede ser la monarquía como la República, como se ha demostrado. Otra cosa es
que la República fuera la palanca para
una reestructuración del presente sistema democrático, como lo fue la monarquía
para la llegada de la democracia. Pero en esto ni los más fieles dicen nada,
porque ni saben nada ni piensan en eso. ¿Corregiría la República el autonomismo
y embridaría los nacionalismos o les daría carta de naturaleza?, ¿sería una República
unitaria, federal, confederal o cantonal?, ¿admitiría el derecho de
autodeterminación de quien lo pida?, ¿desmontaría la partitocracia o afianzaría
el matrimonio entre partidos, sindicatos y administración?, , ¿sería presidencialista o
con una jefatura de Estado honorífica?..etc Una somera impresión es que se parecería más a la primera
República, abierta a todos los vaivenes e improvisaciones que a lo que la
segunda República quería ser.
La situación pese a todo guarda poco parecido con los años treinta. Únicamente
tiene en común el posible desmoronamiento de los partidos de orden y la
constancia histórica de los socialistas, que seguramente también sobrevivirían
al presente caos y serían baluartes del nuevo orden. Pero mientras el abuelo de
Juan Carlos recibió su merecido, el nieto merece un mejor final aunque no esté
en su mano impedir verse arrastrado por el alud si llega el caso. A nadie
conviene llegar tan lejos, salvo a los secesionistas decididos, pero no parece
que nadie sepa cómo salir de esta. En este intermedio los republicanos, si los
hubiera, pueden aprovechar para hacerse más presentables y gestionar
delicadamente su patrimonio tradicional, de la misma manera que los interesados
en la continuidad monárquica, que no necesariamente monárquicos, ofrecer
muestras fehacientes de ejemplaridad. Todos agradeceremos estos buenos
propósitos de unos y otros en un momento en el que ya poco puede tomarse a
broma.
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