domingo, 3 de febrero de 2013

LA REPÚBLICA EN LA RESERVA.




En los estertores del franquismo era inimaginable otra alternativa distinta que la República. Los juanistas eran una especie exótica, a la que Carrillo cortejaba, y Don Juan Carlos pasaba por  Juan Carlos el breve. En los mentideros antifranquistas, presos de fantasía y buena fe, se  carecía de la más mínima idea de las aguas profundas de ese momento histórico. La monarquía juancarlista emergió como puente a la democracia y se fue consolidando a la sombra de esta, hasta revalidarse con motivo del 23 Febrero. Su gloria ha coincidido con los años de apogeo del sistema democrático, de la que la monarquía aparece como su cúspide. Para bien o para mal su destino parece ligado al porvenir del sistema gestado en la transición, sistema que se ha desplegado en treinta años. En principio no hay razones para sospechar del desfondamiento de este sistema. Ni el más loco y extraviado de cualquier parte del espectro político puede imaginarse por asomo otra cosa que la democracia, aunque todos coincidan en la necesidad de perfeccionarla. Por su parte el sistema constitucional, al margen de su funcionamiento, cumple con el baremo más exigente de cualquier democracia que se precie, y además la inserción en Europa requiere y garantiza un plus de estabilidad. La monarquía ha prestado por lo demás notables servicios en el interior y sobre todo en el exterior, no siendo baladí para el prestigio que en su momento adquirió España. Acaso pueda merecer el reproche de haberse dejado llevar de un exceso de confianza y de no haber hecho lo que no podía ni seguramente debía hacer, al mirar para otro lado ante los desmanes de la clase política o las disfunciones del sistema.
Pero la monarquía nació con los pies de barro y  apenas ha podido cimentar el terreno sobre el que se levanta. La inmensa mayoría de la población la aceptó al principio por conveniencia y oportunidad, sin hacer cuestión en demasía de las preocupaciones de los políticos. Pelillos a la mar. Los antifranquistas militantes y los de última hora, pero “de toda la vida” eran visceralmente republicanos aunque Carrillo educó a los suyos en no dejar la cuestión zanjada de salida y evitar comprometerse a cal y canto con la República, para ganarse a la derecha juanista. Pero era a al fin y al cabo una jugada táctica. La izquierda sociológica seguía siendo sentimentalmente republicana y republicanista, pero admitió racionalmente la estrategia de sus dirigentes una vez que estos aceptaron la monarquía como parte del paquete constitucional. Desde entonces la izquierda social y política se ha debatido entre la nostalgia de la República y el interés pragmático que les lleva a aceptar e incluso simpatizar con Juan Carlos. Lo peor de ello es que el recelo hacia la monarquía, por ser monarquía y heredera del franquismo, ha arrastrado a la idea de España y su unidad, que se consideran junto con la monarquía antiguallas del antiguo régimen. Pero eso es otra cosa.
El apoyo social de la monarquía se basa en sus buenos servicios, y en la buena marcha de la democracia, pero a diferencia de la monarquía inglesa, no está arraigada en la tradición. Depende por una parte de la simpatía y carisma que despierta Juan Carlos y de la condescendencia  e interés de la clase política, fundamentalmente de la izquierda. Don Juan Carlos persiguió especialmente desde el principio la confianza de la izquierda. Primero porque la lealtad de la derecha va de suyo, pero sobre todo porque la izquierda tiene la hegemonía ideológica social y patrimonializa el discurso democrático. Los socialistas han correspondido para asegurar una estabilidad en la que son hegemónicos y no tendría sentido romper la baraja para precipitarse en el abismo. Las únicas disonancias han sido el ramalazo nostálgico que ha encabezado Zapatero y los alegatos de más firmeza  que hacen algunos medios de la derecha.
Por su parte la República sufrió al principio el manto de silencio con el que se pone en el olvido a algún familiar poco recomendable o molesto por alguna razón desconocida. Luego ha quedado invernada y cubierta como “La cosa” por una inmensa capa de hielo, tan sólida como la losa que cubre a Franco en el Valle de los caídos. Curiosamente ha sido la emergencia de la generación que no vivió la transición, la generación de la LOGSE, quién ha empezado a despertar el sueño republicano. No hay una razón definitiva que lo explique. Quizá la conjunción de la vieja nostalgia y de la falta de compromiso afectivo con el sistema unido al repudio del aznarismo precipitó un nuevo clima en una izquierda que se había vuelto más pragmática y contemporizadora de lo que ella quisiera. En ese terreno el sueño republicano es una apuesta entre o tras posibles para canalizar causas bien dispares. Pero por ahora no tiene más acogida declarada que entre la extrema izquierda, incluso los antisistema. Sólo el distanciamiento sentimental de la izquierda hacia la monarquía y la bandera constitucional permite que, en el vacío que así se crea, la bandera de la República aparezca mucho más grande. Pero su adscripción al utopismo izquierdista hace todavía de la Republica una alternativa poco recomendable y civilizada. Para una gran parte de la población es un pretexto para el ajuste de cuentas o para aventuras quiméricas. Una especie de República friqui en suma.
Por ahora la República no es más que una nubecilla que se atisba a lo lejos  en el horizonte. Pero se puede acercar inopinadamente hasta el centro del la tormenta perfecta en que se debate el mundo político. Su principal aval es el posible colapso del sistema. Ante ello la irrupción de la República ofrece la ventaja de que visualiza este posible colapso y despierta en la imaginación colectiva la sensación de traer consigo el pan de la regeneración y la purificación. Pero no es fácil saber cuál puede ser la dote que pueda aportar, connotaciones sentimentales aparte. En principio no supone más que un cambio simbólico, pues en los tiempos modernos tan democrática puede ser la monarquía como la República, como se ha demostrado. Otra cosa es que la República fuera la palanca  para una reestructuración del presente sistema democrático, como lo fue la monarquía para la llegada de la democracia. Pero en esto ni los más fieles dicen nada, porque ni saben nada ni piensan en eso. ¿Corregiría la República el autonomismo y embridaría los nacionalismos o les daría carta de naturaleza?, ¿sería una República unitaria, federal, confederal o cantonal?, ¿admitiría el derecho de autodeterminación de quien lo pida?, ¿desmontaría la partitocracia o afianzaría el matrimonio entre partidos, sindicatos  y administración?, , ¿sería presidencialista o con una jefatura de Estado honorífica?..etc Una somera impresión  es que se parecería más a la primera República, abierta a todos los vaivenes e improvisaciones que a lo que la segunda República quería ser.
La situación pese a todo guarda poco parecido con los años treinta. Únicamente tiene en común el posible desmoronamiento de los partidos de orden y la constancia histórica de los socialistas, que seguramente también sobrevivirían al presente caos y serían baluartes del nuevo orden. Pero mientras el abuelo de Juan Carlos recibió su merecido, el nieto merece un mejor final aunque no esté en su mano impedir verse arrastrado por el alud si llega el caso. A nadie conviene llegar tan lejos, salvo a los secesionistas decididos, pero no parece que nadie sepa cómo salir de esta. En este intermedio los republicanos, si los hubiera, pueden aprovechar para hacerse más presentables y gestionar delicadamente su patrimonio tradicional, de la misma manera que los interesados en la continuidad monárquica, que no necesariamente monárquicos, ofrecer muestras fehacientes de ejemplaridad. Todos agradeceremos estos buenos propósitos de unos y otros en un momento en el que ya poco puede tomarse a broma.

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