Como los medievales cuando
estaban asolados por la peste negra, los italianos se han lanzado a su peculiar
carpe diem, en un comportamiento que
por otra parte imita a los alumnos de muchas clases que eligen de delegado al más
gamberro (o sea “disruptivo”), soñando con armarla para todo el curso. Con independencia
de las particularidades del momento presente, que debieran ser objeto de
análisis, en algo se está haciendo un esperpento de la historia. Conviene
tenerla en cuenta. La Roma republicana anterior a Cesar Augusto y el
renacimiento son los períodos que han marcado más profundamente la idiosincrasia
italiana y nada de lo que ocurre ahora queda al margen. Ambos períodos
presentan muchas similitudes, encadenados como estaban. Triunfaban las grandes
personalidades de quienes se apreciaba más que su virtud y ejemplaridad moral la
exhibición de poderío, descaro, falta de escrúpulos y eficacia para imponerse.
El pueblo se identificaba hasta la muerte con algunos de ellos, mientras estos
grandes personajes se disputaban el poder día a día. Lo curioso es que la
grandeza y el florecimiento de la república y de las ciudades-estado
renacentistas iba de la mano del medro y el éxito personal de los más poderosos
de modo que tanto lustre sacaban a sus intereses más beneficio redundaba para
la cosa pública y viceversa. No debiera extrañarnos algo aparentemente tan absurdo
si nos fijamos en la política norteamericana de nuestros días. Este país es
quizás el heredero más aplicado del sistema que inventaron los antiguos
patricios y no deja de funcionar. Pero siguiendo con Italia, siendo lo público
lo más valioso esto no llegaba a identificarse con la eficacia del Estado. La
vida pública tenía su propia marcha descansando en la iniciativa de los
ciudadanos y en un complejo equilibrio de poderes que estaba siempre a punto de la quiebra. Los
ciudadanos se acostumbraban a tirar para adelante mientras en un caso u otro
aparecía alguna personalidad, miembros de grandes familias y estirpes
preclaras, que tomaban el relevo o salvaban del desastre. Este peculiar
automatismo de la vida pública, que los ciudadanos sentían tan suya como sus intereses particulares, ocultaba las frecuentes flaquezas de la maquinaria
estatal. Maquinaria que por otra parte era muy difícil de distinguir de los intereses
particulares, como el caso paradigmático de la recaudación fiscal de las naciones sometidas, que era un
negocio que se adjudicaba por subasta. Una breve mirada pone en duda la moneda
corriente de que el individualismo burgués tiene su origen en la reforma
protestante. Esto vale en algún aspecto como la responsabilidad en la gestión
de lo público pero lo fundamental ya estaba inventado. Puede que el imperio y el catolicismo
menguaran estas tendencias pero en el caso de Italia el fondo pagano es muy
poderoso, tal como por ejemplo emergió en el Renacimiento, hasta afectar profundamente
a la misma Iglesia. Es muy posible que fuera la Reforma en mayor medida que la Contrarreforma
lo que frenó la definitiva paganización del cristianismo y de la Iglesia. Pero
dentro de esta aun ha permanecido un cierto aire pagano en su dominio del arte
de la intriga y de las infinitas sinuosidades del quehacer diario. Más que al
jesuitismo de San Ignacio, que al fin y al cabo sistematiza esas artes
ancestrales, pesa la adaptación siglo tras siglo a ese proceder inveterado e
indescifrable. Fuera de eso los demás pueblos latinos somos aprendices, especialmente
nosotros en quienes el peso del catolicismo apenas está mediatizado por la
tradición pagana. Para acabar la fiesta lo apropiado sería un gobierno Berlusconi-Grilo
pero es posible que el orgullo de ambos no lo permita con lo que perdemos la
ocasión de asistir a la rememoración de las hazañas de Heliogábalo o Calígula
sin necesidad de verlo en alguna serie británica tan serias y aplicadas como envidiosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario