domingo, 20 de enero de 2013

EL JUEGO ENTRE LA CORRUPCIÓN POLÍTICA Y SOCIAL.





Desdibuja  el significado de la corrupción política reducirla a una excrecencia o una manifestación de la generalizada corrupción social. La corrupción política y en general las prácticas políticas tienen un efecto multiplicador  sobre las relaciones sociales que no tiene ninguna otra actividad, hasta marcar en cierta manera la pauta social. Por otra parte el poder político goza de una preponderancia que lo hace inmune, por lo menos a corto plazo, y unas reglas propias de funcionamiento que no son sin más la réplica de las más generales reglas sociales. De ello surge buena parte de la corrupción. Es mucho decir que el sistema político sea intrínsecamente corrupto, pero sobran los síntomas de que una cuota de corrupción es parte integral del funcionamiento del sistema. Puede ser el aceite lubricante o la atmósfera en la que se respira, pero en cualquier caso algo imprescindible. En buena parte la corrupción emerge de la dinámica de nuestro sistema político como la hierba en primavera. Sólo se necesita un poco de riego. Los partidos son fundamentalmente empresas de poder (*véase mi artículo “sobre empresarios y sacerdotes”) que se disputan la tarta electoral, pero se rigen, y aprovechan, por las mismas reglas “no escritas”. El Estado tiene un poder e influencia determinante y amplísimo en la vida económica diaria. De la administración  depende no sólo la gestión de la macroeconomía, la legislación económica o los servicios públicos, sino además una red inagotable de concesiones y recursos que alcanza hasta lo más recóndito. Sabido es que nuestro peculiar sistema autonómico por encima de algunas virtudes da cobijo a poderes parasitarios y multiplica descontroladamente las redes clientelares. Por último la debilidad de la sociedad civil propicia la interferencia y hasta el control partidario y sectario de las instituciones que debieran servir de contrapeso: medios de comunicación, sistema judicial, el mundo del arte y la cultura, incluso el deporte si hace falta. etc.

Que todo esto tiene sus raíces en prácticas sociales viciosas y enquistadas es algo indudable. Los vicios de nuestra cultura popular son parte condicionante de la práctica corrupta en las alturas, de la misma forma que está práctica refuerza y renueva la tierra fértil  en la que se arraiga. Veamos alguno de estos vicios.

Predomina un sentido providencialista de la política y del gobierno. Se pide al Estado y a los políticos en general que “resuelvan los problemas”, pues para eso están o se les paga. El ciudadano cree que hay solución para todo, si el gobernante o el político encargado tienen voluntad para ello; mientras que si el problema no se resuelve se debe al desinterés o los intereses inconfesables de quien debe hacerlo. Se protesta cuando se siente en peligro el propio interés o el interés de “los nuestros” en el caso de los más politizados. La idea nociva de que a los políticos les incumbe preocuparse del bien común y a cada uno de su bien propio, es el complemento de la idea de que la política es cosa de los políticos. Así cuando hay viento en popa los políticos pueden estar tranquilos y actuar a sus anchas, pero cuando viene el temporal son objeto predilecto del repudio y la maldición colectiva. Lo peor de esta actitud no es tanto que conduzca a la inhibición práctica sino a la mental. El ciudadano se priva de entender los asuntos prácticos y deslindar las responsabilidades concretas de unos y otros. En lugar de ello se refugia en sus clichés ideológicos y se deja llevar por la simpatía por los unos o los otros.

Se vive la política desde el sectarismo colectivo. Muchas veces se toma posición en virtud de quien, o mejor de quienes,  y no del qué, y se decide más por miedo a que ganen los otros, que por conocimiento de lo que supone elegir o seguir a los propios.  Aunque se denueste a la “clase política” en general, se guarda siempre en el fondo del corazón el aprecio por los propios, como una madre que ante las fechorías de sus hijos se tranquiliza pensando que en el fondo son buenos. Los políticos saben que tienen una red de seguridad a toda prueba y que pase lo que pase el cordón umbilical con los parroquianos no se romperá. El repudio de los contrarios puede volverse siempre contra ellos, “y tú más”, a satisfacción de la parroquia. Por suerte hay indicios de que esto cuela cada vez menos, aunque puede quedar cuerda para rato.

Por último tenemos el consentimiento proverbial de los españoles por la corrupción cotidiana. Es la idea de que las relaciones y los tratos económicos tendrían que seguir el mismo patrón que las relaciones familiares o de convivencia entre amigos, conocidos y colegas. Cuesta mucho admitir que en este plano está en juego además del propio interés, la responsabilidad y el interés social, y que no es verdad que algo es bueno si se queda en casa. Por fortuna parece que ya no esta tan bien visto vanagloriarse de defraudar a Hacienda, aunque uno no sea rematadamente rico. El gran salto moral, tal vez impensable, es dejar de justificar la pequeña corrupción, (pequeña en cada caso, inmensa socialmente) por la evidente corrupción en mayúsculas. Y lo que es lo mismo: dejar de ver el Estado como algo intrínsecamente ajeno.

Dicho esto, la corrupción social y la política confluyen en parte pero cada una tiene su ritmo y su dinámica. Cuando la política empeora gravemente, la sociedad se resiente hasta sus cimientos. No hay una solución que todo lo comprenda, pero es obvio que lo primero es la regeneración o saneamiento de la actividad política, porque es lo más práctico y lo que se tiene a mano y por su efecto indudable en la marcha global de la sociedad. Las transformaciones en mentalidad y costumbres son a largo plazo, y sólo a la larga se ven sus efectos. 



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