Tenemos la suerte de que por fin se pone sobre la mesa el
problema de la educación en España en sus justos términos, o al menos de una
forma aproximada, con independencia del acierto de las medidas que el ministro
Ignacio Wert propone. No creo exagerar al decir que la educación ha sido uno de
los grandes fracasos de la democracia, con la paradoja de que ha pasado por ser
uno de sus grandes logros. El tópico de que “nunca hemos tenido una juventud
mejor preparada” contrasta con la evidente “desculturación” de la mayor
parte de la juventud, que en muchos casos roza el analfabetismo funcional. Ni
siquiera el logro de la universalización de la enseñanza puede disimular que el
sistema educativo se ha tornado una inmensa guardería hasta incluso también en
parte la Universidad. ¿Era inevitable que la universalización conllevara la
degradación del sistema?.
Hay un problema universal que ha explotado en las últimas
décadas que todo lo condiciona: la crisis de la educación como sistema de
transmisión cultural. Más específicamente, la devaluación de la cultura en su
sentido prístino, tal como se ha entendido predominantemente en la Europa
latina y germánica en la que nos movemos tradicionalmente: como formación
integral (Bildung) y ennoblecimiento del saber colectivo. La idea de la cultura
como obra depurada y fundamento integral de la calidad personal y colectiva se
sustituye por la de la amalgama funcional de la información que todo lo iguala
en valor. Pero el debacle de la educación española tiene además causas bien
originales. El sistema educativo ha sido un rehén privilegiado de la contienda
política, fundamentalmente ideológica en el peor sentido de la palabra. Los
grandes poderes políticos se han disputado la legitimidad y el patrimonio a la vez del sistema. No está en juego
cómo ha de funcionar la educación sino quien
está legitimado para hacerla funcionar e incluso opinar de ella. Para todos ha
sido pendón distinguido de sus señas de identidad. La izquierda de su voluntad
de procurar la igualdad social, la derecha como defensora de la libertad de la
enseñanza y los derechos confesionales, los nacionalistas como el tesoro de la
identidad nacional. Cualquier mínimo debate ha sido imposible en sus justos
términos, trufado como está por esta disputa supra educativa, incluso hasta el
punto de que los grandes temas se mezclan y confunden en un batiburrillo incomprensible,
según el interés de cada cual de arrimar el ascua a su sardina. Conviene
empezar pues por distinguir esos grandes temas: primero la calidad y el
planteamiento del sistema en su conjunto; segundo la libertad de enseñanza y la
enseñanza concertada vs enseñanza pública; tercero las autonomías y las
lenguas propias; cuarto la religión y la educación en valores. La derecha vive
obsesionada por lo segundo y lo cuarto y se aventura en lo tercero cuando
se tercia. La izquierda hace de la confrontación sistema público/ enseñanza
privada y concertada su leit motiv, en especial las dotaciones económicas y de
personal para unos y otros. Por supuesto los nacionalistas sólo se preocupan
por defender su tesoro. Cuando ha saltado la liebre de cualquier asunto
todo ha salido a la palestra…, todo menos lo que importa: la calidad del
sistema según su diseño y funcionamiento. Aunque los otros asuntos tengan su
enjundia y en algunos casos contengan gran carga política, el destino de la
educación como tal se juega en lo primero. Por otra parte se han primado
debates sobre temas absolutamente anecdóticos para la marcha real de la
educación, haciendo creer a la gente que está en juego el futuro de sus hijos
como personas. Por ejemplo cualquier profesor saber que la educación para la
ciudadanía y la religión son cuasi Marías, sino Marías enteras y que pueden
influir tanto en las ideas de los jóvenes como el vuelo de una mosca en la
temperatura de una habitación. Pero es cierto que a menudo preocupa más la
mosca que lo que pasa en la habitación.
No es casual esta inhibición por la calidad del sistema.
El destino de la educación depende de un pacto no escrito entre las élites
políticas, con el protagonismo destacado en este aspecto de la izquierda, y la
inmensa mayoría de la sociedad. La LOGSE es el fruto del pacto. Los términos
del pacto no pueden ser más sencillos: el Gobierno (los gobiernos) otorga el
título educativo incluso hasta la Universidad, la sociedad lo agradece y no se
inmiscuye en valorar la calidad de la educación, es decir se despreocupa de
ella. Cada familia puede estar tranquila si hasta casi la edad provecta sus
hijos están bien ocupados y cobijados. De esta manera se complace una de las
ilusiones más caras de la joven sociedad urbana que recientemente emigró del
pueblo por los años sesenta: que sus hijos tuvieran estudios y que como
resultado de ello fueran alguien en la vida. Curiosamente esta sobrevaloración
de los estudios superiores para la futura posición social, el “titulismo”
rampante todavía vigente, ha provocado casi directamente la desvalorización de
los títulos educativos a todos los niveles.
Para proceder a la universalización los socialistas
trasplantaron a nuestro suelo el modelo anglo-norteamericano de la enseñanza
básica. Este modelo prioriza sobre todo la integración social, la incorporación
de los sectores marginales. La finalidad teórica es la igualdad de
oportunidades, pero en gran parte funciona como aliviadero de tensiones
sociales y prevención de explosiones indeseables. La calidad de la educación
cultural en los niveles importa poco en esas latitudes. No hay una relación
directa entre la preparación colectiva básica y la calidad de la enseñanza
superior. Ésta se alimenta de un sistema de libre selección y los alumnos de
antemano lo saben. Por otra parte todo está volcado al especialismo, de modo que la enseñanza elemental, la masiva y
general, cuida de destreza y habilidades prácticas, tanto para justificar su
trabajo y los buenos resultados generales, como para dar oportunidad a quien desee
promocionarse de prepararse por sí solo en lo que sea de su gusto. La
mentalidad de estos pueblos de que los jóvenes se busquen la vida lo antes
posible hace que ya de antemano no se pida al sistema en sus bajos niveles lo
que no puede dar. Es una zona de paso bien para buscarse la vida, bien para
alcanzar las altas cotas. En España esto tiene menos sentido. Se exige e impone
la continuidad de todos los niveles hasta la Universidad. Esto se ha aplicado
tan a rajatabla que se ha ridiculizado la formación profesional como salida de
fracasados. A cambio, eso sí, hemos inflado el sistema hasta la hidrocefalia,
con licenciados, ingenieros, arquitectos, periodistas..etc por doquier sin
oficio ni beneficio, es decir a espaldas de la realidad del sistema productivo.
Sin conciencia de ello hemos resucitado a los antiguos hidalgos, quizá la
vocación más profunda de los españoles.
La izquierda, que ha diseñado y dominado el sistema
educativo, cree sinceramente en la igualdad y también que el sistema educativo
es en general el medio idóneo para promover la igualdad de oportunidades. Más
todavía, cree que las deficiencias evidentes como la baja instrucción y
cualificación, la pérdida de autoridad del profesorado, la indisciplina y los
malos modos, por no hablar de las ocasionales pero significativas agresiones,
la complicidad de los padres, y, cómo no, el abandono escolar, se compensan con
creces con la integración que el sistema permite. Lo peor es que se nieguen
estas evidencias y se evite a toda costa debatirlas. Es verdad que la educación
es el medio idóneo, o al menos uno de los mejores posibles, de igualdad de
oportunidades,….pero si la educación tiene calidad, al menos la calidad
suficiente. De lo contrario para muchos alumnos, especialmente los más
desfavorecidos socialmente, no vale la pena. ¿Para qué esforzarse si el título
no vale para nada? En líneas generales el esfuerzo da paso a la rutina y la
indiferencia.. El caso del abandono escolar es proverbial, no sólo en sí mismo
sino por lo que indica. Cualquier profesor sabe que la mayoría de los que
abandonan no son más que la espuma del bajo nivel general. A lo más, muchos
estudian sin sentir lo que estudian ni el estudiar como tal. Si se siguiesen
las programaciones a rajatabla aprobaría el uno por cien en cada nivel, con
suerte hasta el 10 por ciento. Pero eso de las programaciones es como las
leyendas de los mayas. Más prácticamente, si se exigiese lo razonable según la
edad y el nivel básico de conocimientos y destrezas, apenas aprobaría otra
minoría un poco mayor. Una parte considerable de los aprobados es
resultado de la constante adaptación, léase descenso o “ajuste” de nivel, que
el profesor ha de hacer para conseguir que los de menor nivel, pero que no
desisten, salgan adelante. La liebre salta al pasar al bachillerato cuando una
gran cantidad de estudiantes se ven desnudos de recursos para entender nada.
Simplemente no han aprendido a estudiar y se han acostumbrado a solventar cada
curso recurriendo a las más diversas y variopintas actividades, trabajos, que
en el fondo son ad hoc para que
lleguen los resultados deseables. Lo peor es que el nivel de los más retrasados
es la pauta de la medida colectiva. Todo presiona para que sea así y los
profesores son los primeros que lo saben. Se sospecha especialmente del
profesor que tiene más suspensos o gran cantidad de suspensos. Los padres
presionan para que su hijo sea aprobado pero no para que sepan más y menos para
que no se le apruebe sino sabe. La administración no digamos.
El sistema no sólo no evita la marginación de los
marginados, hay que preguntarse sino la anima e incrementa. Se comete un error
básico al creer que la igualdad de oportunidades es lo mismo que la igualdad de
resultados, o que el acceso de todos a resultados mínimos. El sistema fracasa tanto
si los resultados no se alcanzan, como si estos son ficticios e inútiles. Más
incluso en este caso porque se retroalimenta el engaño social. Pero el gran
error es creer que la exigencia razonable
lleva a la marginación, o perjudica especialmente a los marginados. Es cierto
que las familias marginadas carecen de hábitos y motivaciones culturales en
comparación con las de mejor status. Pero esto no determina que estos alumnos
no puedan motivarse si intuyen que el esfuerzo puede ser rentable. En este caso
es claro que la ausencia de incentivos perpetua y consolida la desmotivación
inicial tal como ocurre de forma general. Y no le demos vueltas, supuesto los
medios suficientes, que se tienen, lo decisivo es la automotivación.
¿Cuáles son los requisitos de una enseñanza de calidad y
de un sistema operativo?. Si los criterios básicos fallan, las dotaciones
materiales de instalaciones, medios y profesores se malgastan sin remedio,
aunque sean suficientes o incluso esplendidas. Las bases son la filosofía
pedagógica, la estructura curricular y el seguimiento práctico. Me referiré
especialmente a lo primero. La filosofía pedagógica de la LOGSE es
contradictoria y quimérico, no me atrevo a decir idealista, de raíz. No es
cuestión de entrar en un debate pedagógico pero salta a la vista que por una
parte se proyecta una escuela para genios, por otra una escuela al alcance de
todos sin molestias para nadie.
Es una escuela diseñada idealmente para genios desde el
momento que la meta de la educación es el desarrollo integral de las
capacidades personales con especial aprecio de la creatividad. Que todos sea
creativos a la manera del Club de los poetas muertos. Como ideal supremo: lo
importante no es aprender sino aprender a aprender.
De forma complementaria que todos aprendan a aprender
disfrutando, como si fuera un juego, lejos del mínimo atisbo de trauma y
sufrimiento. Y una causa de sufrimiento a evitar en lo posible es tener peor
resultados. Una educación personalizada podría teóricamente poner en
conformidad los resultados y las capacidades y preparación. A cada uno según su
capacidad y preparación.
Cualquiera con un mínimo de experiencia del mundo estará
de acuerdo en que es más difícil cuadrar el círculo que hacer que todos sean
creativos y lo logren con toda comodidad.
Para lograrlo se confía en la varita mágica del profesor.
En su poder de motivación. Los malos resultados de los alumnos hacen sospechar
de la poca capacidad motivadora e incluso de la desmotivación personal del
profesor.
¿Es así o para que el profesor motive es preciso que los
alumnos estén predispuestos a dejarse motivar?. La respuesta no es fácil y
sobran en esto muchos tópicos y recetas de tertulia mediática. En pocos casos
como este es tan necesario analizar finamente la experiencia personal y colectiva.
Para empezar hay que distinguir entre el interés de estudiar y la curiosidad y
motivación intelectual. La mayoría de estudiantes pueden tener lo primero pero
pocos, por lo menos de partida, lo segundo. Por eso lo primero no puede
depender de lo segundo. El interés de estudiar no proviene tanto de la actitud
personal del alumno ante el estudio, sino de la actitud colectiva en la que
cada alumno se inserta. Si la sociedad valora la educación y esta tiene
utilidad social, es decir si los títulos tienen valor, la inmensa mayoría de
los alumnos tendrán interés en estudiar, por lo menos el mínimo interés que se
requiere. Ahora sucede que la desvalorización de los títulos, no digamos de la
cultura, mueve a la indiferencia y hasta el rechazo de la escuela, porque no
hay nada más duro para los jóvenes que el aburrimiento continuo. Los juegos
solo pueden enganchar un tiempo, pero estudiar es algo más.
La curiosidad intelectual, raíz de la dedicación y la
creatividad, florece en un ambiente donde se valora la cultura, la lectura y la
autoformación, pero aun así nace del fondo de la persona. Si esto no se
tiene no se puede inocular sin más como si fuera una píldora. Por regla general
la curiosidad se desarrolla al sumergirse en la materia y el conocimiento, se aprende
a tener curiosidad. El profesor puede despertarla si está latente o dormida,
ayudar a descubrirla si está escondida, desarrollar si aparece. Pero es algo
muy personal que depende de los gustos, inclinaciones, oportunidades y vaya Vd.
a saber qué más.
Indiscutiblemente desarrollar la genialidad potencial de
cada alumno es lo más deseable, pero al sistema le viene muy ancho. Sucede lo
mismo que con la idea de una sociedad perfecta. Hay que perseguir esa meta para
poder progresar, pero a sabiendas que es irrealizable aquí y ahora…y en cualquier aquí y ahora. Un mundo
perfecto es perfectamente sospechoso. El sistema educativo es como la ley
general. La Constitución no puede hacer que la gente sea virtuosa y feliz, pero
sí procurar que la virtud y la felicidad sean posibles y crezcan lo más
posible. El sistema no puede crear la genialidad y menos generalizada, pero sí
permitir que, de haberla, aparezca y crezca. Igual que las leyes se hacen para
todos, el sistema educativo ha de tener en cuenta lo posible y exigible a
todos. Como decía Kant en su ética a nadie se puede exigir que sea feliz, pero
sí honesto. En nuestro caso no podemos exigir que todos sean geniales pero sí
que aprendan.
El sistema ha de enfocarse hacia lo posible y exigible.
Lo posible es lo alcanzable con preparación y esfuerzo suficiente. Lo exigible
depende del nivel del progreso científico y técnico, así como de los mínimos
que componen nuestra tradición cultural. Fijar esto con acierto es tarea de
primer orden y extrema dificultad. Por desgracia pesan demasiado los intereses
creados. Estamos ante algo permanente perfectible en lo que los profesionales
tendrían mucho que decir. Pero lo importante es que lo que se fije sea
razonable y que así se pueda exigir. El valor de la educación, su credibilidad
en suma, depende de que ella esté a la altura de lo que exige, es decir que
exija razonablemente pero en serio. Los alumnos han de confiar que de aprender
lo que se les exige la enseñanza les servirá de algo.
Entre las medidas que propone el ministerio creo que hay
dos grandes aciertos: facilitar el paso a la formación profesional antes de los
dieciséis años y sobre todo las pruebas de reválida. Respecto a lo primero cabe
discutir la edad para acceder a la formación profesional, o la forma de volver
al sistema general más idónea, pero la medida como tal es de vida o muerte para
la viabilidad de la ESO. Alguna esperanza ha de tener la gran cantidad de
alumnos que viven las clases como una condena y acaban por hacer las clases
imposibles. Alguna esperanza ha de tener el país de que gran cantidad de
jóvenes no se pierdan en sueños o en la marginación.
Pero quiero tratar más específicamente la segunda medida.
Cualquier profesor sabe que el único curso que funciona mínimamente es segundo
de bachillerato. Más todavía, gran cantidad de alumnos tienen que llenar a toda
marcha durante este curso las carencias que han acumulado año tras año. Esto no
se debe a que hayan madurado psicológicamente de pronto o a una súbita
conversión. La selectividad plantea unas exigencias ineludibles para alumnos y
profesores. En este ámbito los profesores se encuentran más cómodos.
Muchos alumnos también conforme se incorporan a la nueva dinámica. Lo que
sorprende es la desconfianza y resistencia de los defensores de la educación
pública. Ignoran que es tirarse piedras sobre su propio tejado. Más aun, es la
medida imprescindible para la mejora de la enseñanza en general y sobre todo
especialmente la supervivencia de la educación pública como sistema viable. No
sé si será suficiente pero es necesaria. Para objetarlo aparecen una y otra vez
el fantasma de la igualdad y el temor a la segregación social. Todo antes que
asumir que un sistema público devaluado es un sistema segregador sin
remedio. Ya me he referido al asunto sobradamente. Por el contrario hay muchas
razones para creer que una medida de este tipo cambiaría el chip de alumnos
especialmente, pero también de profesores. Los alumnos hasta ahora cuentan con
que de adaptarse a la marcha media de su grupo se puede pasar. Con pruebas
externas ya saben que han de saber independientemente del escudo que la clase
proporciona. Seguramente esto puede afectar a la actitud de los padres. Hasta
ahora cada uno presiona para que se apruebe a su hijo. Seguramente se verán en
la necesidad de que desde ahora la clase se pueda dar bien y que no se moleste
e impida a sus hijos para estudiar. Es decir quizá, o tal vez aún sea mucho
pedir, ayuden al profesor y promueven el respeto a su autoridad.
La izquierda en general no comprende que la principal
causa de la prosperidad de la enseñanza privada y concertada es el deterioro y
la devaluación de la enseñanza pública. Pero comprende menos que este deterioro
es inevitable con el diseño fantástico de la LOGSE y con el designio real de
relegar la educación a ser un servicio de asistencia social, al de los
animadores culturales de barrio. Los padres que se lo pueden permitir, e
incluso otros que no llegan a eso, buscan en la escuela privada y concertado un
ambiente de disciplina y eficacia en el aprendizaje, también con la pretensión
de que esto también facilite la promoción social de sus hijos. La educación
pública sólo puede sobrevivir y competir si demuestra competencia y respeto
a la autoridad del profesor. En esas condiciones ¿por qué un padre medio
ha de preferir sistemas más dudosos?.
Pero por encima de todo, la reválida como sistema de
homogeneización del nivel y de igualación de las oportunidades de todos es una
necesidad nacional. Esto tanto para homogeneizar la escuela pública con la
concertada y privada, como los sistemas educativos de las autonomías. En este
punto está en juego no sólo la cohesión social sino la cohesión de España como
pueblo.
No se me oculta que la ley desprende resabios de un
espíritu liberal y mercantilista discutible. Aquí tocamos el tema de
fondo de la educación en general. Parece que la ley se posiciona por una idea
vicaria de la enseñanza respecto al sistema productivo. Mientras que por otra
parte santifica el denominado derecho de los padres o la libertad de enseñanza,
como fuente de toda legitimidad. El tema merece un tratamiento especial. Me
limito a apuntar algunas observaciones. Respecto a lo primero la educación ha
de ser coherente con el sistema productivo, pero no una pieza del mismo. El fin
de la educación es la transmisión cultural y la elevación de cada generación a
la altura y si se puede a la vanguardia del progreso científico y moral de la
humanidad. Es lo que ofrece además para que los educandos puedan ser mejores
personas. La vinculación con el sistema productivo ha de ser estrecha en la
parte de la educación dirigida estrictamente a la preparación profesional,
léase por ejemplo formación profesional, carreras técnicas, investigación
científica. Pero el modelo conjunto ha de ser fiel a los ideales humanistas y
ser un medio indispensable de su perduración. Por lo menos se tiene que tener
claro si se está por esta opción o no.
La segunda cuestión pone en juego el fundamento de la
autoridad educativa. ¿Debe la administración ser el canal de la voluntad de las
familias particulares o de la sociedad en su conjunto?. Si el objetivo de la
educación es lo recientemente apuntado es claro que la autoridad política ha de
responder al conjunto de la sociedad, es decir a garantizar el nivel cultural y
la formación global de la nueva generación. Sólo sobre esa base tiene sentido
cualquier derecho particular de elección. Creo que por poco que se piense se
estará de acuerdo que la elección no puede referirse a lo que se debe de
aprender con carácter general sino a quienes lo imparten. ¿Tiene el Estado la
obligación de favorecer directamente la educación o la posibilidad de educarse
mediante una red apropiada de centros públicos o puede optar legítimamente por
dejar esta tarea a la esfera privada para tapar los huecos que luego queden?
Las recetas y las soluciones pueden depender de las diferentes tradiciones.
Pero es indudable que en líneas generales el caso de la educación es el que de
una forma más sensible debe ser objeto de responsabilidad colectiva. Hay que
partir que la educación no puede ser prioritariamente
objeto de uso particular, como ocurre por ejemplo con las carreteras o con
otros servicios colectivos, incluso la salud. De una forma más directa en
el caso de la educación el Estado tiene la obligación de asegurar el nivel
cultural general, y como parte de ello la igualdad de oportunidades para
acceder a ellos. No hay una razón definitiva para que esto tenga que ser
competencia exclusiva del Estado o que no puedan hacerlo por su cuenta los
particulares cumpliendo requisitos. Pero es claro que un sistema público de
calidad y eficiente es la mejor garantía. Si se dispone de ese sistema no hay
pretextos para no conservarlo y fortalecerlo. Sólo situaciones
excepcionales justificarían que el Estado se retirara y favoreciese
alternativas privadas como ocurre por ejemplo en los transportes. Pienso que el
debate sobre las medidas de la nueva reforma educativa, u otras parecidas han
de tener por objeto la eficiencia del sistema público en vistas a la elevación
del nivel de instrucción y de educación colectivo. Las izquierdas han de tener
en cuenta que lo que está en juego no es la supervivencia de la educación
pública sino de su eficacia como instrumento de elevación cultural colectivo.
Las derechas que lo que está en juego no es satisfacer las aspiraciones
personales de los padres sino la educación de sus hijos. A veces esto no
coincide exactamente, aunque todos tengan esta buena intención.
Aunque no lo parezca no es la misma la posición que se
pueda tener como padre o como ciudadano. Como padre, sea ante la educación u
otro servicio, se es ante todo consumidor y si se quiere contribuyente. Se
busca lo mejor entre lo que se ofrece y que se ofrezca lo mejor. Pero en este
caso lo que decide lo mejor es lo más conveniente para uno dentro de su escala
de valores, expectativas e intereses concretos. Como ciudadano tendría que
ponerse uno en la perspectiva del bien común. Es más fácil pensar desde la
primera perspectiva que desde la segunda. Sucede normalmente que la perspectiva
como ciudadano está mediatizada y hasta tergiversada por la perspectiva
particular, tal como insistía Rousseau. Pero es cada vez más urgente empezar a
ver la educación desde la perspectiva de ciudadano para que la relación con la
educación como padres sea lo más fructífera posible. Por lo menos algo se
avanzaría si las élites políticas empezaran a aprender a pensar
como ciudadanos.
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