III. CARTA A UN
CONSTITUCIONALISTA EN LA
ENCRUCIJADA.
La
desafección hacia la idea política de España en toda España ha confundido tanto
el sentimiento nacional, como ha facilitado la aplastante dominación
ideológica, semántica y simbólica de los nacionalismos en sus respectivas
comunidades. Pero por encima de todo la seña de identidad nacionalista más indiscutible
e indiscutida es la hostilidad hacia la idea de España. Que la crisis económica
y la audacia interesada de las élites políticas sean el detonante de pasiones
secesionistas es, si vemos el problema en su fondo, anecdótico. La
tempestad tenía que llegar en cualquier momento, de una forma u otra. Pero no
sólo importa la radicalización del nacionalismo “moderado” en Cataluña, sino la
llamativa inclinación de una parte del electorado catalán, o incluso
vasco, tradicionalmente socialista hacia el secesionismo. Que muchos de estos
se posicionen por agravios económicos más que por convicciones identitarias no
quita gravedad al problema. Desde la transición se ha producido primero la
consolidación de la hegemonía nacionalista, luego su radicalización y parece
que más recientemente su extensión a las bases no nacionalistas, llamadas
constitucionalistas. Ya de antemano el nacionalismo ha gozado de una sobre
representación política si atendemos a la estructura social y a las raíces
históricas de la población vasca y catalana. No sólo no se ha corregido sino
que se ha retroalimentado, parece que inexorablemente.
Cierto
que una parte de la izquierda y de la clase política trató de animar el
sentimiento nacional común mediante el denominado “patriotismo constitucional”,
pero el proyecto estaba condenado de antemano, aunque ha tenido el éxito de
identificar a los seguidores de un proyecto o idea común con el nombre de
constitucionalistas. En este caso cualquier semejanza con la apelación
patriótica que significó el constitucionalismo liberal de la España
decimonónica es pura coincidencia. Entonces la idea de Constitución era la
expresión de la esperanza de una España mejor y radicalmente renovada. Ahora es
la forma de hacer atractivo un sentimiento común que parece marchito.
Se ha
tratado de implantar en nuestro suelo la fórmula que ideó J, Habermas en
Alemania para contrarrestar la hipotética ascensión del ultranazionalismo
con motivo de la unificación alemana. En España el problema es la ausencia
de sentimiento nacional político. Con toda su buena intención el punto
débil de esta propuesta es la de contrarrestar el autonomismo y el
nacionalismo (periférico) apelando a la Constitución como garante de los
derechos individuales de los ciudadanos. Pero el problema previo y
decisivo queda sin abordar: ¿cuál ha de ser el sujeto que funde la
Constitución? Ha de ser un sujeto colectivo compuesto de
ciudadanos con voluntad de ser una colectividad. Es la nación la que se
constitucionaliza, no la Constitución la que forma una nación. Es obvio
que España es una colectividad no porque lo decida la Constitución.
Siendo una Comunidad se da una Constitución, en la que, eso sí, se confirma
y compromete como Cuerpo político, tal como diría Rousseau. Si no se
tiene esto en cuenta , dando por supuesto que cualquier Constitución tiene que
proteger y garantizar los derechos individuales de sus ciudadanos, ¿por
qué el sujeto constitucional ha de ser España y no cada región por separado?,
¿por qué no ha de ser Cataluña, o quien quiera que lo desee, sujeto
constitucional?, ¿por qué no ha de ser España y Francia o Portugal juntas en
una sola Constitución? o llevando el razonamiento al absurdo ¿por qué no
sería posible que trozos de cada una de estas acrisoladas naciones se juntasen
dándose una Constitución?.
No se
ha dado respuesta a esta cuestión, o mejor se ha dado por supuesto lo que
se estaba socavando sin merecer respuesta. En Cataluña y el País Vasco los
nacionalistas han contado con todo a su favor. Basta postularse como la mejor
garantía de los derechos individuales de sus ciudadanos, una vez que no hay más
lazos con España que las normas jurídicas. Ya se sabe que cuando sólo
unen las leyes, estas se tornan cadenas.
No
parece que la marea independentista vaya a tocar fondo ni se vaya a quedar en
flor de un día. El éxito de A. Mas de transformar el malestar por la crisis
económica y su gestión en energía independentista sólo es sorprendente si se
está ciego ante el terreno abonado desde decenas de años. Y lo que es peor, la
ausencia de una mínima resistencia y contrapeso. Aunque tuviera su sentido y
razón de ser, la ingenua pretensión de (re)españolizar Cataluña y por ende el
País Vasco resulta inviable en el actual estado de cosas, que parece de no
retorno. Por de pronto habría que reespañolizar políticamente toda
España. Estamos en una tesitura en la que si bien los nacionalistas no
pueden triunfar sin torcer el brazo del Estado y de la Constitución,
tampoco se puede impedir el proceso secesionista sin reformar la Constitución.
¿Pero
qué camino tomar?
Es
evidente que la solución federalista es más nominal que real, desde el momento
que implica una igualdad de competencias y derechos que puede ser o bien hacia
lo alto o hacia abajo. Lo primero no lo consentirían ni lo podrían soportar la
mayoría de comunidades empezando por Andalucía. Lo segundo es intolerable para
Cataluña. En realidad esta falsa solución es una versión lustrosa del “café
para todos”, cuya agonía cadavérica está a la vista de todos. Si no es, en su defecto,
un Confederalismo camuflado de “federalismo asimétrico”. Por desgracia
los que la proponen desconocen lo que pregonan, dejándose atrapar, como ocurre
tanto en España, por el embrujo de las palabras, en este caso de las consignas.
Lo malo es que atrapan a buena parte de la sociedad.
Pero
repasemos la solución autonomista. Esta se basa en la responsabilidad
fundamental del Estado en la recaudación y en la responsabilidad de
las comunidades en la gestión. Junto a ello la indeterminación y volubilidad de
las competencias de unos y otros, pero siempre en la línea de la “cláusula
Camps”, lo más que tenga cualquier otro lo voy a tener yo. Los recursos emanan
en parte del Estado, lo más, y en parte de las autonomías, por un sistema de
cesión arbitrario (en el mejor y peor sentido). La distribución definitiva es
un galimatías y un mercadeo donde ganan normalmente los amigos del gobierno. La
contribución a la caja común está profundamente desequilibrada como no puede
ser de otra manera. Todo genera una red de agravios de todos contra todos
(representados en la figura del Estado), hasta que alguno está dispuesto a ir
más allá. Cuando este rompe la baraja ¿Qué sentido tiene decir que no tributan
los territorios sino los individuos, cuando las Comunidades se han convertido in
pectore y de facto en los auténticos sujetos políticos?. El
sistema ha funcionado mientras las comunidades podían financiarse del exterior,
pero al acabarse ya no tiene sentido ni siquiera patalear ante el Estado.
De
forma paradójica, alimentando su vigor de la anemia del sentimiento nacional
político, las autonomías han sido la vía preferente de adhesión colectiva a la
España constitucional y de participación en la vida pública. Esa función se
deteriora a ojos vista. Cuando la crisis pone de relieve el valor de los
vínculos comunes, es patente el desenfoque del “café para todos”.
En
esto tienen razón los nacionalistas cuando lo repudian de artificial. Pero
sobre todo de ser una forma encubierta de disolver la singularidad de las
denominadas nacionalidades históricas. En el resto de España no se ha
comprendido que la singularidad catalana y vasca, es de diferente clase de la
singularidad de las demás regiones hispanas. Las unas se ven como una entre
otros. Las segundas en parte como unas entre otras y en parte como una frente
a las otras. Por eso para unas vale sin más el término región, mientras que
las otras fluctúan entre la nación y la región. Región en cuanto proyectadas y
entrelazadas con toda España, nación en cuanto predomina la voluntad de serlo.
Nominalismos aparte son especiales por motivos subjetivos y razones objetivas.
Subjetivamente el peso del nacionalismo en lo que conlleva de voluntad de ser
aparte, o de no ser parte de España, hasta llegar si se diera el caso a la independencia.
Por lo que a lo objetivo se refiere, un devenir histórico y unas peculiaridades
culturales y lingüísticas bien marcadas, especialmente en el caso catalán. Es
cierto que esas peculiaridades no bastan para ser tan diferentes que no
puedan integrarse en un proyecto común. Pero no tenemos más remedio que contar
con el hecho histórico de que no se han restañado suficientemente las heridas
históricas y que esa desconfianza atenaza para dar el paso hacia un proyecto
común.
Por
otra parte como la proyección de estas regiones-naciones es el resto de España
y de acuerdo con ello se han configurado social y económicamente, la
persistencia y constante auge del nacionalismo rebela más bien déficits
estructurales en la construcción de la nación española durante la época moderna,
antes que la ausencia de una identidad hispana de dichas sociedades. Ya me he
referido al hecho de que estas son una forma especial de ser España. Creo por
ello que la fuerza de los nacionalismos periféricos nace fundamentalmente de la
debilidad nacional de España en el terreno político, más que ser ellos
mismos la causa de esa debilidad. Pero esto es otra cuestión que no se puede
aquí abordar.
Sea
lo que fuere, el caso es que el modelo constitucional original, semejante al de
la República, era en principio más fiel a la realidad que el que se ha impuesto
de facto, desde el malhadado referéndum andaluz. Pero no es menos cierto que
sólo podía sostenerse con un sólido sentimiento patriótico en el resto de
España y en parte de esas comunidades singularmente singulares. Llamémosle
singularidades. De la misma forma hay que suponer que cualquier reforma
constitucional que pudiera atemperar las veleidades secesionistas será inviable
sino va acompañada de esta revitalización patriótica.
Conviene
aclararse sobre lo esencial.
Para
los nacionalistas y también muchos autonomistas, España es un Estado
plurinacional, una agrupación de naciones diferentes. ¿Es posible que España sea
sólo un Estado? ¿Sólo una unidad política y jurídica entre sujetos soberanos?,
¿Pero cuáles son esas naciones?. Sólo hay dos posibilidades. La primera que las
denominadas nacionalidades históricas, o algunas de ellas, sean una nación y el
resto de España otra nación, siendo todos iguales sujetos políticos. Nada más
decirlo ya suena artificioso. ¿Acaso hay más lazos comunes entre un canario, en
cuanto canario, y un asturiano, en cuanto asturiano, que entre ese canario o
asturiano y un catalán? Y visto desde la perspectiva de las “nacionalidades”
¿tiene necesariamente mas lazos comunes con los miembros de su nacionalidad que
con los demás españoles por la exclusiva proximidad geográfica?. ¿No tiene que
compartir tanta cultura con los paisanos como con la gente del resto de
España?. Desde luego quedaría afirmada la catalanidad exclusiva y excluyente
de Cataluña, pero, por lo que respecta a España, ésta perdería su personalidad
histórica. A partir de entonces sería otra cosa.
La
segunda posibilidad sería que, además de las denominadas nacionalidades, el
resto de naciones del Estado fuera cada una de las comunidades-regiones. Sólo
mencionar esto último da risa. Todas suponen la madre España por mucho que
jueguen de espaldas las unas a las otras.
Por
supuesto que la fórmula España “nación de naciones” adolece de las mismas
objeciones. No merece la pena entrar en el juego de palabras y en la polisemia.
Pues la fórmula sólo se sostiene si se toma España (sujeto) como nación
política y “las naciones” como naciones culturales. No es lo mismo una cosa que
otra.
Le
demos las vueltas que queramos, para el caso español las palabras y las
definiciones son especialmente escurridizas. Es la herencia de nuestros
déficits estructurales como nación. Llegados a este extremo es preciso tener un
punto vista pragmático: se necesita una fórmula política “sostenible”.
¿Es posible compaginar la imprescindible recentralización del sistema
autonómico con la reafirmación de la personalidad de Cataluña y el País Vasco
en un status convenientemente pactado?. Aunque resulte paradójico creo que las
dos tareas no sólo no son incompatibles sino complementarias. El conjunto de
España requiere racionalizar las competencias autonómicas y reforzar el papel
de Estado central. Por otra parte las singularidades se pueden sentir más
cómodas si se ven diferenciadas frente al resto, siempre y cuando por
contrapartida acepten ceñirse a unas líneas rojas que saben no poder
traspasar. Lo que cabe en el resto de España es transformar la conllevancia
con estas singularidades en una convivencia pactada. Mientras las ideas
se vayan esclareciendo y el sentimiento de comunidad conjunta gane
adeptos es cierto que lo urgente es el arreglo económico. Para convivir o
seguir conviviendo se tiene que pasar por ahí.
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