En
1995 un compañero de trabajo comentaba que, cuando Cataluña tuviera AVE
para Francia, se independizaría. Parece que han firmado el acuerdo de conectar
el AVE con Francia desde Cataluña en 2013. Por otra parte hace alguna semana un
conspicuo general tertuliano se extrañaba que en sólo dos meses una gran parte
de la sociedad catalana se volcase por el independentismo de forma
inopinada. Mientras el primero no hacía más que ponderar lo que se podía
observar fácilmente, extrayendo eso sí conclusiones o predicciones más o menos
gratuitas y afortunadas de hechos en apariencia irrelevantes, el segundo,
normalmente bastante lúcido, era presa de la rutinaria visión típica de la
clase política. Su caso es bastante sintomático y significativo, para nada
excepcional. El despiste es una de las características más notables de los
políticos que se han formado desde la transición. Los primeros, sin apenas
experiencia política por razones obvias, miraba las cosas con los ojos
inocentes y confiados de quien despierta al mundo. El éxito de la transición y
la feliz disposición de la población hicieron creer que esta dicha inicial
sería sempiterna, formando parte del modus vivendi. También la
gente ha compartido esta visión, por lo menos hasta hace muy poco que ha
llegado el desencanto. Estas maneras se han perpetuado en la clase política
hasta nuestros días. La estructura mental de los políticos así formados
respondía a dos principios elementales. Primero que el imperio de la
Constitución y el beneplácito expreso del pueblo bastaban para normalizar
la vida pública asentando sólidamente las bases del Estado y de la democracia.
Es la superstición providencialista y legalista tan arraigada en nuestra
mentalidad, según lo que la ley cambia la realidad por sí misma, o que
basta la ley para que la sociedad se adapte. Asociado a esto, la
confianza de que por principio las cosas no pueden salirse de madre si el marco
legal y el sistema en general es razonable y abierto. Como si cualquier
problema político fuera solucionable si el marco es democrático. Por lo mismo
los excesos y desenfrenos que pueden cuestionar la democracia denotan falta de
diálogo y buena disposición no en quien los comete, sino en el sistema. Desde
esta perspectiva ha resultado imposible calibrar la gravedad de dinámica profunda
del nacionalismo y se ha preferido creer que la rutina pactista con el mismo es
el estado natural e inmutable de las cosas. Los excesos nacionalistas, serían
bien la prueba de la cerrazón del Estado, idea que en algunos ambientes se ha
llegado a aplicar incluso ante el terrorismo, o bien una artimaña ventajista. O
reacción ante la provocación centralista o fuegos artificiales.
Esta
expectativa de permanente bonanza navegó con el viento a favor de la
buena disposición de la población, cuando esta intuyó que la llegada de la democracia
no haría perder un ápice de paz y tranquilidad, a la vez que prometía la
prosperidad del resto de Europa y plena libertad, especialmente en las
costumbres. Pero la cultura política colectiva, más que el diseño
político, adolecía de graves deficiencias estructurales que se han hecho
manifiestos con el paso del tiempo. Me refiero especialmente al desprestigio de
la idea de España, la caricaturización de la unidad de España y la condena del
patriotismo como un desvalor.
Para
entender esto es preciso tener en cuenta la especial responsabilidad de la
izquierda en la inspiración ,no sólo del diseño constitucional, que digamos es
obra de todos, sino sobre todo la ideología que tendría que unir
al conjunto del pueblo español alrededor del proyecto de una España
democrática. La razón de su especial responsabilidad es obvia. Extinta la
UCD, la única derecha que podía señalarse al margen del franquismo, al aparecer
ante la opinión como la promotora de su desaparición, la derecha no podía
desprenderse del aroma del franquismo, cualquiera que fuera su conducta. Ya se
sabe que para la mentalidad colectiva lo que cuenta primero que nada es el
origen y la impresión original. Por otra parte la carencia de tradición
ideológica democrática cuajada, o incluso de tradición ideológica mínimamente
coherente, le imposibilitaba andar por este camino. En la práctica incluso al
gobernar ha tenido que acomodarse al paradigma ideológico diseñado desde la
izquierda, aceptándolo bien por convicción, por necesidad o por desconcierto.
Hay
que consignar en el haber de la izquierda que promoviera e inspirara no sólo el
diseño constitucional sino el sentimiento democrático, basado en el culto a la
Constitución. En no menor medida hay que valorar su compromiso a favor de
llevar a España por la senda de la normalización democrática. Pero en su debe
hay que consignar su incapacidad de superar la añoranza de la República y en
general de los ideales y utopías asociados alrededor de este sueño. La añoranza
ha lastrado las raíces de la mentalidad colectiva. De forma infantil se ha
buscado apartar de la mentalidad colectiva todo lo que pudiera invocar el
pasado franquista, posicionándose por negativo no sólo contra lo notoriamente
franquista, sino contra la idea de España y de su unidad. De forma paradójica
es como si estas ideas fueran patrimonio exclusivo del franquismo y luego de la
derecha. Mientras que la idea de una España unida y democrática sería de suyo
una anormalidad. Se vive en tema tan grave con el error infantil que denunciaba
el socialista J, Zugazagoitia poco antes de ser fusilado por Franco, “no porque
coincida con Franco en que dos más dos son cuatro, soy franquista”.
Lamentablemente la confusión entre el valor de una idea y su manipulación ha
contagiado a toda la población y no sólo a las comunidades más proclives al
nacionalismo.
La
desafección de la izquierda afecta más conscientemente a ciertos símbolos como
la bandera y el himno nacional y por asociación inconsciente a la idea de
España como nación. Un aspecto de esta confusión es la tendencia corriente de
una parte de la intelectualidad de izquierdas a denostar el valor de España por
los desvaríos y maldades del pasado histórico, como si sólo pudieran ser objeto
de orgullo patriótico las comunidades perfectas e impolutas, que por cierto
hasta ahora nadie conoce. Seguramente la izquierda hubiera encabezado un amplio
sentimiento patriótico y nacional de haber resucitado la República. Una vez
que, sensatamente, aceptó la monarquía como parte del paquete constitucional,
debiera haber sido consecuente. No lo ha sido y ha construido el edificio
constitucional sin preparar el solar nacional del mismo.
El
hecho es que la mentalidad colectiva se ha visto taladrada por una especie de
esquizofrenia o discordancia entre los sentimientos y la razón. La población
activa y movilizable, que es la población de izquierdas, ha asumido racional y
razonablemente la Constitución a sabiendas de que es un régimen impecablemente
democrático y que el proceso de transición ha sido la mejor y más profunda
solución deseable. Pero su corazón late todavía con la dialéctica de los
vencedores y de los vencidos y sigue por otra parte asociando la República a
quimeras históricas, cuando ésta en buena lógica sólo podría ser un régimen
respetable si se asemejase al actual régimen constitucional y si procurase la
superación de la dialéctica guerra civilista.
Gran
parte de la gente se avergüenza de manifestar su españolidad, siendo la expresión
pública del sentimiento español algo anecdótico y sospechoso, en contraste con
el orgullo autonomista o de partido. Pero lo sorprendente es que este complejo
nada tiene que ver con las relaciones normales de la vida social, ni menos aún
afectan a la esfera privada, como lo demuestra la claridad y la rabia con las
que este sentimiento se han expresado para festejar los éxitos deportivos. La
discordia entre el sentimiento y la razón tiene así una nueva dimensión. En la
gente normal es la disparidad entre sentirse español y sentir que es una
vergüenza manifestarlo si se trata de algo que tenga que ver con la política.
Esta
merma en el sentimiento de identidad colectiva nacional ha inflado el valor de
las autonomías, en la medida que éstas han servido, en parte espontáneamente y
en parte por táctica política, de válvula de escape y de sustitutos del
mismo. El sentimiento patriótico hispano se ha transformado en sentimiento
autonomista. Esto ha dañado de forma un tanto epidérmica a la mayor parte de regiones
españolas, pues al fin y al cabo ven en la identificación con su autonomía, la
forma particular de sentirse parte de España, pero ha resultado letal para la
conciencia colectiva de las comunidades de influencia histórica nacionalista.
En estas el nacionalismo no sólo se ha hecho dominante ideológicamente sino que
ha acaparado el sentimiento democrático, identificando la idea de España con el
más rancio y retrógrado régimen posible. Hay que volver en este punto a la
responsabilidad de la izquierda. Seguramente que con su mejor voluntad creyó
que la mejor forma de incorporar los nacionalismos era colaborar con la
nacionalización (extraespañola) de sus comunidades respectiva, aceptando la
política que ellos llaman de “construcción nacional”. A cambio cabía esperar el
respeto al marco constitucional. Con este propósito la izquierda ha buscado el
beneplácito nacionalista. Se ha hecho hincapié en el carácter democrático del
nacionalismo “moderado” o incluso radical, ocultando normalmente su
insolidaridad y lo nocivo de su voluntad separatista. No se ha reparado en
asociar junto a ello a la derecha con el franquismo, con la consecuencia
de su envío al ostracismo en esas comunidades. Pero lo que es más grave
se ha consentido o hecho la vista gorda ante el desprestigio político de
la idea de España, la justificación del victimismo y del agravio permanente. No
extraña que una parte no desdeñable de las élites de la izquierda y de la masa
social sea abiertamente nacionalista. Este no es más que un síntoma del mal
profundo. ¿Puede sobrevivir mucho tiempo la Constitución sin la savia del
sentimiento nacional o al margen del mismo?, ¿tiene sentido cualquier
reforma constitucional si este trauma sigue vigente?.
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