viernes, 7 de diciembre de 2012

CARTAS SOBRE LA SECESIÓN II

II.CARTA A UNA GENERACIÓN DE POLÍTICOS DESPISTADOS

En  1995  un compañero de trabajo comentaba que, cuando Cataluña tuviera AVE para Francia, se independizaría. Parece que han firmado el acuerdo de conectar el AVE con Francia desde Cataluña en 2013. Por otra parte hace alguna semana un conspicuo general tertuliano se extrañaba que en sólo dos meses una gran parte de la sociedad catalana se volcase por el independentismo de forma inopinada.  Mientras el primero no hacía más que ponderar lo que se podía observar fácilmente, extrayendo eso sí conclusiones o predicciones más o menos gratuitas y afortunadas de hechos en apariencia irrelevantes, el segundo, normalmente bastante lúcido, era presa de la rutinaria visión típica de la clase política. Su caso es bastante sintomático y significativo, para nada excepcional. El despiste es una de las características más notables de los políticos que se han formado desde la transición. Los primeros, sin apenas experiencia política por razones obvias, miraba las cosas con los ojos inocentes y confiados de quien despierta al mundo. El éxito de la transición y la feliz disposición de la población hicieron creer que esta dicha inicial sería sempiterna, formando parte del modus vivendi.  También la  gente ha compartido esta visión, por lo menos hasta hace muy poco que ha llegado el desencanto. Estas maneras se han perpetuado en la clase política hasta nuestros días. La estructura mental de los políticos así formados respondía a dos principios elementales. Primero que el imperio de la Constitución y el beneplácito expreso del pueblo bastaban para  normalizar la vida pública asentando sólidamente las bases del Estado y de la democracia. Es la superstición providencialista y legalista tan arraigada en nuestra mentalidad,  según lo que la ley cambia la realidad por sí misma, o que basta la ley para que la sociedad se adapte.  Asociado a esto, la confianza de que por principio las cosas no pueden salirse de madre si el marco legal y el sistema en general es razonable y abierto. Como si cualquier  problema político fuera solucionable si el marco es democrático. Por lo mismo los excesos y desenfrenos que pueden cuestionar la democracia denotan falta de diálogo y buena disposición no en quien los comete, sino en el sistema. Desde esta perspectiva ha resultado imposible calibrar la gravedad de dinámica profunda del nacionalismo y se ha preferido creer que la rutina pactista con el mismo es el estado natural e inmutable de las cosas. Los excesos nacionalistas, serían bien la prueba de la cerrazón del Estado, idea que en algunos ambientes se ha llegado a aplicar incluso ante el terrorismo, o bien una artimaña ventajista. O reacción ante la provocación  centralista o fuegos artificiales.

Esta expectativa de permanente bonanza  navegó con el viento a favor de la buena disposición de la población, cuando esta intuyó que la llegada de la democracia no haría perder un ápice de paz y tranquilidad, a la vez que prometía la  prosperidad del resto de Europa y plena libertad, especialmente en las costumbres. Pero la cultura política colectiva, más que el diseño político,  adolecía de graves deficiencias estructurales que se han hecho manifiestos con el paso del tiempo. Me refiero especialmente al desprestigio de la idea de España, la caricaturización de la unidad de España y la condena del patriotismo como un desvalor.

Para entender esto es preciso tener en cuenta la especial responsabilidad de la izquierda en la inspiración ,no sólo del diseño constitucional, que digamos es obra de todos, sino sobre todo la ideología que tendría que  unir al conjunto del pueblo español alrededor del proyecto de una España democrática. La razón de su especial responsabilidad es obvia. Extinta  la UCD, la única derecha que podía señalarse al margen del franquismo, al aparecer ante la opinión como la promotora de su desaparición, la derecha no podía desprenderse del aroma del franquismo, cualquiera que fuera su conducta. Ya se sabe que para la mentalidad colectiva lo que cuenta primero que nada es el origen y la impresión original. Por otra parte la carencia de tradición ideológica democrática cuajada, o incluso de tradición ideológica mínimamente coherente, le imposibilitaba andar por este camino. En la práctica incluso al gobernar ha tenido que acomodarse al paradigma ideológico diseñado desde la izquierda, aceptándolo bien por convicción, por necesidad o por desconcierto.

Hay que consignar en el haber de la izquierda que promoviera e inspirara no sólo el diseño constitucional sino el sentimiento democrático, basado en el culto a la Constitución. En no menor medida hay que valorar su compromiso a favor de llevar a España por la senda de la normalización democrática. Pero en su debe hay que consignar su incapacidad de superar la añoranza de la República y en general de los ideales y utopías asociados alrededor de este sueño. La añoranza ha lastrado las raíces de la mentalidad colectiva. De forma infantil se ha buscado apartar de la mentalidad colectiva todo lo que pudiera invocar el pasado franquista, posicionándose por negativo no sólo contra lo notoriamente franquista, sino contra la idea de España y de su unidad. De forma paradójica es como si estas ideas fueran patrimonio exclusivo del franquismo y luego de la derecha. Mientras que la idea de una España unida y democrática sería de suyo una anormalidad. Se vive en tema tan grave con el error infantil que denunciaba el socialista J, Zugazagoitia poco antes de ser fusilado por Franco, “no porque coincida con Franco en que dos más dos son cuatro, soy franquista”. Lamentablemente la confusión entre el valor de una idea y su manipulación ha contagiado a toda la población y no sólo a las comunidades más proclives al nacionalismo.

La desafección de la izquierda afecta más conscientemente a ciertos símbolos como la bandera y el himno nacional y por asociación inconsciente a la idea de España como nación. Un aspecto de esta confusión es la tendencia corriente de una parte de la intelectualidad de izquierdas a denostar el valor de España por los desvaríos y maldades del pasado histórico, como si sólo pudieran ser objeto de orgullo patriótico las comunidades perfectas e impolutas, que por cierto hasta ahora nadie conoce. Seguramente la izquierda hubiera encabezado un amplio sentimiento patriótico y nacional de haber resucitado la República. Una vez que, sensatamente, aceptó la monarquía como parte del paquete constitucional, debiera haber sido consecuente. No lo ha sido y ha construido el edificio constitucional sin preparar el solar nacional del mismo.

El hecho es que la mentalidad colectiva se ha visto taladrada por una especie de esquizofrenia o discordancia entre los sentimientos y la razón. La población activa y movilizable, que es la población de izquierdas, ha asumido racional y razonablemente la Constitución a sabiendas de que es un régimen impecablemente democrático y que el proceso de transición ha sido la mejor y más profunda solución deseable. Pero su corazón late todavía con la dialéctica de los vencedores y de los vencidos y sigue por otra parte asociando la República a quimeras históricas, cuando ésta en buena lógica sólo podría ser un régimen respetable si se asemejase al actual régimen constitucional y si procurase la superación de la dialéctica  guerra civilista.

Gran parte de la gente se avergüenza de manifestar su  españolidad, siendo la expresión pública del sentimiento español algo anecdótico y sospechoso, en contraste con el orgullo autonomista o de partido. Pero lo sorprendente es que este complejo nada tiene que ver con las relaciones normales de la vida social, ni menos aún afectan a la esfera privada, como lo demuestra la claridad y la rabia con las que este sentimiento se han expresado para festejar los éxitos deportivos. La discordia entre el sentimiento y la razón tiene así una nueva dimensión. En la gente normal es la disparidad entre sentirse español y sentir que es una vergüenza manifestarlo si se trata de algo que tenga que ver con la política.

Esta merma en el sentimiento de identidad colectiva nacional ha inflado el valor de las autonomías, en la medida que éstas han servido, en parte espontáneamente y en parte por táctica política, de válvula  de escape y de sustitutos del mismo. El sentimiento patriótico hispano se ha transformado en sentimiento autonomista. Esto ha dañado de forma un tanto epidérmica a la mayor parte de regiones españolas, pues al fin y al cabo ven en la identificación con su autonomía, la forma particular de sentirse parte de España, pero ha resultado letal para la conciencia colectiva de las comunidades de influencia histórica nacionalista. En estas el nacionalismo no sólo se ha hecho dominante ideológicamente sino que ha acaparado el sentimiento democrático, identificando la idea de España con el más rancio y retrógrado régimen posible. Hay que volver en este punto a la responsabilidad de la izquierda. Seguramente que con su mejor voluntad creyó que la mejor forma de incorporar los nacionalismos era colaborar con la nacionalización (extraespañola) de sus comunidades respectiva, aceptando la política que ellos llaman de “construcción nacional”. A cambio cabía esperar el respeto al marco constitucional. Con este propósito la izquierda ha buscado el beneplácito nacionalista. Se ha hecho hincapié en el carácter democrático del nacionalismo “moderado” o incluso radical, ocultando normalmente su insolidaridad y lo nocivo de su voluntad separatista. No se ha reparado en asociar junto a ello a la derecha con el  franquismo, con la consecuencia de su  envío al ostracismo en esas comunidades. Pero lo que es más grave se ha consentido o hecho la vista gorda ante el  desprestigio político de la idea de España, la justificación del victimismo y del agravio permanente. No extraña que una parte no desdeñable de las élites de la izquierda y de la masa social sea abiertamente nacionalista. Este no es más que un síntoma del mal profundo. ¿Puede sobrevivir mucho tiempo la Constitución sin la savia del sentimiento nacional o al margen del mismo?, ¿tiene sentido cualquier  reforma constitucional si este trauma sigue vigente?.

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